viernes, 5 de octubre de 2012

La Situación. En el Verano Murciano


 

De pie en la acera miré por el ventanal del Torrezno Recalentado: un prejubilado sentado en una mesa hojeaba la prensa deportiva, la tele echaba un documental de bichos y Toni, tras la barra, troceaba sobre una tabla sus torreznos de palo sujetando con las pinzas del hielo y cortándolos con rápidos golpes de cuchillo jamonero.

Entré, saludé, fui al mostrador de formica y encargué una caña con zarangollos. Me los puso y me senté en un taburete con vistas a la entrada y acceso al ventanuco del baño.

-       Se acaba de pirar el madero –me dijo Toni-. Ha preguntado por ti.

-       ¡Joder que plasta! ¿y qué quería?

-       No sé, pero hablaba de romper una pierna a los que no pagan a tiempo. Si te hace falta algo hasta que cobres, dímelo.

-       Para nada Toni, para nada. Gracias de todas formas.

Mentía. En este año de gracia del 2008, estaba sin un duro y en modo autónomo en excedencia. Por motivos políticos, mi contrata para gestionar en exclusiva la mendicidad en la zona norte de la capital de nuestro reino estaba parada.

En condiciones normales no es un mal asunto, en verdad, ya que incluye los puestos de dar pena y artísticos en la puerta oeste de la catedral, once semáforos, cuatro iglesias y en dos museos, estos últimos no solicitados. Pero era un paquete único:

-       Tú te ocupas y me largas mi parte cada mes. Lo tomas o lo dejas bandarra –me había explicado el sub-brigada Rufo al negociar el trato.

Lo acepté, y así me iba. Los impuestos callejeros son como son, pensé.

Rememoré el incidente que me había secado el grifo. Estallaba la primavera y la ambición me llevó a conceder, por un precio leonino, el derecho a la mendicidad en y por los alrededores del lateral de nuestra catedral a un grupo rumano recién desembarcado en la villa.

Ahora sé que obvié su desconocimiento de nuestras costumbres y la incomprensión de las prácticas de la religión de “acá”, pero antes no. Me había costado caro. No sólo ocuparon con sus pedigüeños las calles exteriores y adyacentes, objeto de nuestro acuerdo, sino que también entraron al sagrado edificio por pura codicia o en un malentendido venial.  

El acoso, hostigamiento y algún tocamiento lidibidinoso a la Sra. Patro mientras pasaba el cepillo entre los asistentes a misa de once fue un error. Ella chilló al sentir que palpaban entre sus ropas, sujetó el cesto con fuerza y volvió a gritar.

El cura cesó en su plática y les señaló con el dedo índice alertando a la respetable feligresía. Les trincaron y les sacaron fuera, a empujones, a la calle de la Trapería.

Rodeados, de espaldas al pilón de la zona peatonal, el jefe del grupo argumentó que el pedir dinero dentro del templo era una violación del acuerdo pactado conmigo que por lógica menguaría las aportaciones a recoger por ellos en la calle. Se tuvo que callar.

Bajo las estatuas, en piedra de la sierra, de los cuatro evangelistas un señor con traje azul le metió una gaya potente mientras increpaba al apaleado, para deleite y ejemplo del público en general, con un:

-       ¡Ateo, comunista, bohemio!

Con la gente de la iglesia habéis topado compañeros, pensé cuando me enteré del lance.

 
                  

Entró Sergio el Rubio al bar, me vio, se acercó y se sentó a mi lado. Me preguntó:

-       ¿Cómo va lo de la contrata? Se te apaña la cosa…

-       Pues va ser que no. Cualquier día me doy el piro –le respondí.

-       Andayá. Toni ponme un raf y una de jalufos.

-       Marchando Rubio.

 Los bosques: ésa es la cuestión, pensé. Y la culpa: la puta ambición. La región se había postulado en competencia con otras ciudades, las emes (Montreal y otra que no recuerdo), para ser la sede de una tal OBRIA, una nueva Organización para la Biodiversidad y Reforestación Internacional, Agrícola Agraria, y aquello me había llevado al desastre.

La ciudad estaba inundada de carteles con el logo sobreimpreso a un fondo de bosque gallego de:

                         Ahora es Nuestra Hora, Murcia por la OBRIA

Me parecía en extremo ambicioso y contradictorio ya que aun seguía viva la vieja reivindicación del: Agua Para Todos, la cual, por cierto, yo suscribía al cien por cien. Fría y caliente de poder ser.

Una ambulancia pasó por fuera ululando y su gemido me devolvió a la historia de mis asociados rumanos: rodeados estaban y el cabecilla del grupo en el suelo dolorido, cuando llegó la dotación de la guardia urbana a la catedral. Y en vez de obligarles a pedir perdón a la señora Patro, quitarles la recaudación que tuvieran, darles un par de hostias y largarles “pa” su casa (procedimiento consuetudinario), se los habían llevado a trabajar en los montes. A repoblar el terruño con pinos y para quitarles de en medio que venía pronto la comisión internacional evaluadora.

Los jueces que decidirían sobre la futura sede de la OBRIA estaban al caer y no se podía descuidar ni un detalle. Era mucho lo que se jugaba la ciudad en el envite. Y ya se sabe que la primera impresión es la que cuenta, sobre todo si ésta es mala.

Otros colaboradores de mi grupo en cuanto se corrió la voz del deseo municipal de calles limpias salieron por patas de la ciudad. No estaban para piñones.

Para intentar mitigar el daño a mis recursos apelé al compañerismo y el objetivo común con la otra parte contratante:

-       No hay forma -me replicó el sub brigada Rufo-, esto viene de arriba y es de muy obligado cumplimiento…

-       Ya, entonces es fuerza mayor y se suspenden el acuerdo y los pagos…

-       Ni de coña granuja, a fin de mes te espero…

De eso hacía ya tiempo y la pasma no cejaba. Y la iguala no se detenía. Y allí que estaba, sin un “euraco”.

Y así, por las deudas, la política y la tan deseada biodiversidad me asalarié.

No había más remedio. Con la plasta del coche y el patrón. Chófer mecánico, modalidad contrato oral: mil putos pavos al mes, cuarenta horas semanales, esperas fuera de oficina no computables, gorra de plato a cargo de la empresa y cesta de Navidad dependiendo del balance de fin de año. Mis emolumentos no me daban ni para pagar el principal e intereses al subbrigada banquero.

-       ¡Una mierda pa “tó” lo verde! –exclamé.

-       ¿Qué te pasa Giner? –me preguntó Rubio.

-       ¿Perdón? –dijo un prejubilado que leía el As en su mesa.

-       Nada, nada, cosas mías –respondí.  

-       Ya, sin un pavo ¿no? ¿Y lo del paro como cochero no sale? –insistía Rubio.

-       No sé qué decirte. Se lo tendría que  pedir al gordo. Hoy cumplo seis meses y...

-       Pues estás muy cascado para ser tan joven Giner –me interrumpió jovial.

 

Salí del Torrezno sin despedirme y monté en Luigina. Arranqué, quite la pata, metí el puño, me salté un semáforo poco rojo y en plena carrera me acaricié el pañuelo del cuello. Olía a mi propia sangre, seca, y al olerla me entró como un viento frio por los ventanales del casco.

Como mi peculio sólo me da para vicios: tabaco, combinados de nacional y extranjero y libros, en mis primeras necesidades me tengo que buscar la vida. Los martes me toca compra en una gran superficie: voy al parking y en cuanto veo a una posible donante metiendo las bolsas en el maletero me acerco con mi moto al ralentí. El resto, rutina: derrapo, me tiro al suelo y con la izquierda le doy al carrito que está en medio del carril. En el barullo y atasco subsiguiente pillo lo necesario para la semana.  

Pero la semana pasada había sido distinto. Buscaba un objetivo fácil entre los coches aparcados cuando me fascinó la elegancia con que, de dos en dos, una pibita las subía en un descapotable blanco. Sin esfuerzo. Era por lo demás larga bien proporcionada, rubia madurita y por matrícula, guiri.

Vestía falda negra y polo blanco. Austeridad y pureza, pensé. Me la imaginé vestida de monja y me distraje mirándoselos; choqué contra él, volcándolo, desparramando el contenido, cayendo al suelo y de paso, me raspé las piernas. Mientras me levantaba preocupado por si algo irreparable le hubiera ocurrido a la moto, ella se echaba las manos a la cabeza y se auto recriminaba por su imprudencia.

Acostumbrado a la reacción a gritos, acusatoria en mi contra, que las locales se gastan en estas circunstancias aquello me parecía exagerado y sospechoso.

Me quité el casco. Se acercó. En perfecto español insistía en llevarme a un médico. Me dijo que su seguro cubriría todos los desperfectos. La levante y comprobé con alivio que con cuarenta duros de pintura y un martillo Luigina quedaría como nueva.

Puse la pata de cabra y aparqué a un lado. Los productos de su compra estaban esparcidos, el atasco empezaba a ser considerable y lo mejor era pirarse. No pudo ser, noté que me sujetaban y tuve que volverme. Y allí empezó todo. Ya lo dice el Génesis, en el principio fue el verbo:

-       ¡No me toques!  -le grité.

Pero tuve que mirar, y olerla. Y eso fue mi perdición: a galletas de mantequilla y a osa polar en libertad. A fiordo. Nunca antes una combinación odorífera me había golpeado así. Me quedé helado.

Tenía un pañuelo rojo en la mano y me limpiaba la sangre de los rasponazos de las piernas. Le dije que no era necesario. Le ayudé a recoger las cosas, haciendo al tiempo mi acopio, ponerlas en el maletero junto a unas bolsas de Ikea que en él estaban. Alterado por el olor, gruñí una despedida, me puse el calimero, subí a la moto y me preparé para la fuga.

Ella se sacó una tarjeta del bolso y diciéndome algo que no entendí me la entregó. Arranqué y me largué con el botín que ya venían los seguratas a meter baza.

 

En la rotonda de salida del centro comercial un BMV presuroso me descolocó de un golpe el retrovisor y trastabillé. Me recuperé e indignado le seguí. En el ceda el paso de la siguiente le alcancé. Me acerqué despacio. Eché mano al bolsillo delantero de mi bermuda, saqué a Paca, albaceteña de carraca con cachas de jabalí, y tras abrirla en marcha le dibujé al ralentí una “G” en la carrocería y me alejé.

No estaba contento y circunvalé de nuevo la rotonda. Le dejé entrar en ella, me puse a su vera y le metí un repaso al grafiti con la navaja.

-       Ahora sí –dije satisfecho. Y seguí camino.

 

El tráfico era fluido. Al llegar al edificio del holding, entré y aparqué en la planta menos dos. Tocaba zafarrancho: lavar y encerar el coche. Un clase S600, berlina larga, color gris pedernal metalizado, tapicería en cuero pasión, mampara de separación y en plazas traseras: climatizador, sistema de grabación y ambientador pino de aroma pachuli y mandarinas.

Antes de que me entraran ganas de trabajar sonó mi portátil y a la tercera se cortó. Era el jefe indicándome a través de una perdida, adolescente y rata total, que salía de su despacho y que le recogiera en la puerta de la calle. Recogí los trastos, monté en el coche  y subí por la rampa a la calle. Aparqué en doble fila. Al poco salió. Llevaba un mil rayas azul que resaltaba su tripa. Se subió atrás, se acomodó, se rascó la entrepierna y me ordenó:

-          Al notario niño, el de la calle de la Fe Pública. ¿Llevamos el maletín?

-          Sí patrón, detrás.

El contenedor debía ser para un cobro de efectivo no declarado ni declarable. Sonaba estupendo para mis planes de cambiar mi ruina de trabajo. 

Le llevé callejeando por el centro de Murcia y aparqué frente a la notaría. Salí. Le abrí, salió, saqué el maletín del maletero, se lo entregué y me dispuse a esperar leyendo a que acabara la ceremonia. A la hora escasa salió del portal. Dejé mi lectura y bajé. Parecía que la carga pesaba. Le abrí la puerta y entró echando el maletín junto a él.

-       Ya podían dármelos de quinientos… –dijo. Me senté en mi sitio y pensé que era el momento. Con tono de voz firme, veloz, cortés y valiente todo junto le dije:

-       Jefe, hoy cumplo seis meses trabajando para usted. ¿Qué le parece lo de meterme en la Seguridad Social? Ya sabe que para lo de la jubilación cuanto antes se empiece…  

-       Error. Lo tienes todo en regla, niño, todo en regla. Fijo discontinuo, Giner. Eres muy joven y te queda carrera para rato. Y sin impuestos, sobrao, que vas sobrao… Y no me rojees... Ahora, si no estás a gusto, por mí te puedes ir a recoger cebollinos.

-          Por supuesto patrón, no hay problema en esperar un poco. Que nada me compensa más que el aprender de sus maneras y saberes… -respondí. Pero retroviéndole por el espejo la cara que puso con tono de voz trémulo, veloz, cortés y acojonado, todo junto, agregué-: y el salario recibido que me permite atender mis necesidades, las de mi familia así como el diezmo a las iglesias debido.

Y allí se quedó la cosa, pero me acordé de lo que me decía Madre: Ginesito, del jefe y del mulo cuanto más lejos más seguro. Tarea difícil en mi situación. Aunque el coche tenía instalada mampara de separación no parecía bastante. Lo de tintarla de negro para una mayor intimidad, clase y gansterismo podría valer. En fin me tenía que preparar el discurso a conciencia, no se lo fuera a tomar a mal o a malinterpretar. En cualquier caso, aquello no era vida… Camino de vuelta al holding me gritó desde su asiento:

-       Nenico, pásate antes por la Caja Rural.

-       Voy volando –respondí acelerando.

-       El progreso urbanizado es un absoluto. Casi un todo. Mucho del retraso y de nuestros males vienen de esa falta de progreso y urbanidad –me dijo.  

-       Claro, claro… -Siempre igual, pensé. Cada vez que vuelve del notario dice lo mismo.

-       Correcto. Qué de verdad que me ha quedado esto, amén. ¿A qué sí?

Y se santiguó. Así se expresa mi patrón: don Demetrio José Tocino y Bueno. Me tenía harto, me recordaba a los curas de mis tiempos en Madrid. Llegamos, aparqué y ya estaba el bancario en la acera esperándole. Se bajó y le entregó el maletín del convoluto al propio.

-       ¡Diligencia, niño, no te duermas! –me dijo-. No me esperes, vete a lavar el coche…

 

En casa me entró hambre y abrí una lata de la despensa: chili con carne. Vaya ruina,  pensé, frías saben a jarabe. Pero olían bien y me las acabé. Se me escapó un eruptillo. Me eché un pito. Dedique el resto de la tarde a mis deberes con la siesta.

Por la noche hacia calor y me desvelé pensado en la niña de la compra y en sus olores. Rebusqué en el chaleco y encontré la tarjeta arrugada: Ürsula, leía. ¿A lo mejor de aquí pillo algo? Y con su nombre en mis labios caí dormido.

 

Me despertó la luz entrando por el ventanuco del techo. Tras desayunar un vaso de leche con Cola Cao y café de sobre me puse los bermudas, una camiseta y me fui para el curro. Olía a moho y pensé que pronto tocaría colada. En el aseo había cola, decidí no esperar. Saqué a Luigina del chiscón de la portería donde pernocta y salí.

Llegué a la oficina por las sucias calles de mi ciudad e inicié un nuevo día laboral. Bajé y me puse a leer en el cuarto de materiales. A las once sonó la perdida adolescente del patrón y salí. Él ya estaba allí. Serio. Gordo. Traje gris marengo y corbata azul. Un reloj mural marcaba treinta y siete grados.

-          Al consistorio, chaval…

-          Sí jefe. Hay que echarle gasolina al Mercedes…, vamos pelaos.

-          El Lurdes, nenico, al Lurdes…

-          Claro jefe, claro, el Lurdes quería decir…

Que así me hacía llamarle al coche: LURDES; en vez del suyo propio; tan germano y a la vez tan nuestro. Y todo porque una tal Merche le pegó unas purgaciones de joven. Y claro tampoco era cuestión de mentar la bicha todo el día; y cambiar de marca, en nuestro sector y con el pedigrí del patrón: eso ni pensarlo. Paré junto al surtidor, bajé y lo llené. De camino al edificio consistorial nos retuvo una aglomeración. El atasco se solucionó y seguimos.

Cuarenta grados. Olor a cacas en el exterior. La radio daba el parte de la Confederación Hidrográfica del Segura:

-          El nivel medio del agua embalsada en nuestros pantanos es del trece por ciento. Se espera activar el Plan Especial de Sequía (PES) la próxima semana

“Agua para todos”, me dije. Pero el cemento amalgamaba todo, mandaba. Es el amor de nuestros políticos por la ecología lo que  me ha llevado a esto, pensé.

-       Malditas masas forestales, puñeteros curas. ¡Mierda de curro!

-       Qué dices chaval. Habla más alto que no te oigo.

-       Nada jefe, que ya casi estamos.

Llegamos al ayuntamiento. Aparqué en doble fila. Se bajó y entró con paso firme. Estaba como en su casa entre ediles y politiquillos. Aquello podía durar un buen rato, me dije. Encontré un sitio libre a la sombra, aparqué y empecé a leer el libro que me había llevado al curro: Ulises y su Odisea. Curioso, guapo. Cuando el patrón salió a las tres ya iba por el cuarto canto. Montó. Parecía cabreado. Gritó al techo:

-       No queda ni un “prao”…  

 

Pero todo se sabe, antes o después todo se sabe. Es de ley. El premio a sus desvelos le llegó en la fiesta de la espuma en la noche de San Juan en “El Salón Rouses”, evento y compromiso social de verano al que no se debía faltar.

Fui con el jefe pero no pude pasar por llevar chanclas y un error en la lista de invitados, así que me fui a esperar en el parking. Vi a un colega mecánico apoyado en su buga. Era Gamonedo; le saludé echando mano a la gorra y me acerqué.

Le conocía desde los tiempos en que recién llegado de su Asturias natal, asmático, huyendo del chirimiri y con orden de búsqueda y captura, coincidimos como voluntarios en la campaña de Navidad frente al Corte Inglés. Con nuestra parte de la recaudación del bote de pedir (otra aun mayor se la apropió el organizador de las caridades según prensa y sentencia condenatoria firme) nos hicimos unas rondas y, colocadísimos, acabamos en la muralla romana retozando con dos mendicantes bienintencionadas y bien-dispuestas.

Preparé un peta en recuerdo de otros y Gamonedo me pasó su tarjeta de empresa para el filtro. Es buen tipo, pero su melomanía cansa. Acostumbra a no quitarse los cascos del MP3 mientras te habla, lo cual produce una cierta confusión en su discurso y modos. Decía en ese momento moviendo las manos:

-       Voy a dejar este curro, que ya no me da pa “na”… -pero tarareando, lo cual te dejaba la duda sobre sí era ésa su intención o un canto de Melendi.

Cuando me aburría ya con sus historias de conductor free lance en la Royal Limusinas Murcianicas s.l. salió mi jefe del local seguido por un tipo trajeado y con restos de espuma en el pelo. Me despedí de Gamonedo y me hizo un gesto que podría ser tanto un cuídate y nos vemos como que hubieran entrado unas gaitas al MP3. Subieron el jefe y su compañero despistando. Yo delante. Me dijo el patrón:

-       A la botica de Botana, a toda hostia niño… -Aquello apestaba. ¿Tan pronto ha acabado el festejo? ¿A una farmacia? Conecté el intercomunicador.  

-       Si te interesa, a cambio de la voluntad en metálico te lo paso.  

-       ¿Vale la pena…? -respondió el patrón.

-       ¡Qué si vale la pena! Esto no lo sabe nadie, sólo en la consejería y muy pocos… Dime lo que sea o me voy a ver a…

-       Hecho –respondió el patrón. Y se dieron un apretón como caballeros.

-          Por cierto, te lo va a facturar Mi Mano Derecha y Ex-Cuñados, ya sabes que yo no puedo, ¿de acuerdo?

-          Correcto. No hay problema.

-          Les borro a los planos el escudo con tipex y te los llevo a la oficina.

-          Bien, pero no tardes. El Valle del Chipote ¿es el de Sierra Horadada, no? –preguntó el patrón.

-          Sí, es el punto de unión con la autopista. Todos los itinerarios previstos pasan por allí. Con esto vertebraremos la red viaria regional.

Y de paso mejorarán la economía del funcionario y sus cuñados, pensé. Me hizo regresar alegando de forma innecesaria y sospechosa que el sofoco del otro se había “subsumio” con el paseo y le dejamos de nuevo en la fiesta del Rouses. Volvimos a la capital, le llevé a su casa, le abrí la puerta, se bajó y me largué.

 

Al día siguiente en la oficina la perdida sonó a las diez. Salí con Lurdes y le recogí:

-       A la sierra chaval. Al Valle del Chipote…

El navegador detalló los cincuenta km y pasamos por la autopista estatal, la carretera autonómica sin desdoblar (primer nivel), la de la diputación comarcal con baches (segundo nivel) y la local sin asfaltar (tercer nivel) que nos llevaron al valle. Desde él, un sendero de cemento y grava municipal (sin calificar) subía hasta el conjunto urbano.

-       Tira para arriba niño.

Villa serrana de interior. Ochocientos veintidós metros sobre el nivel medio del mar en Alicante. Reseco. Término municipal extenso: diez mil trescientas hectáreas, unos veinte km de lado por cinco, largos y estrecho. Estaba compuesto por: abajo valle propiamente dicho flanqueado por dos colinas bajas y opuestas, camino de terracería en subida bordeado por laderas de suelos calizos agrietados y el pueblo en el altozano. Sierra Horadada cubriéndole las espaldas. Sin playa. Muy buenas vistas, eso sí.

Desde el coche no parecía gran cosa. Rocas y rocas. Marchitas zarzas. Tierras tristes. Restos de explotaciones mineras abandonadas. Cabras y ovejas sueltas. Perros sucios. Almendros y mandarinos descuidados en bancales mozárabes escalonados. Conejos triscando libres.

-       ¿Tenemos la escopeta detrás? –me preguntó.

-       No patrón, están en la finca. ¿Si quiere le echo un par de ellas mañana al maletero?

-       Deja, deja. Sigue “parriba”.

Se le pasó el momento cinegético y seguimos subiendo. Moscas y hormigas. Matas y polvo, arcilla y cardos. Gatos. Pluviometría casi nula, agua cara e imbebible. Huertos secos. Microclima garantizado. Una zona privilegiada.

Estaba claro que había pasado por épocas mejores. La emigración y el abandono habían hecho estragos. Restos romanos, visigodos y de otros invasores. En la época de guerras con los moros fue pueblo de frontera.

-       Da una vuelta por la plaza chaval. Disimulando, eh…

El Lurdes era tan opaco como una vaca lechera en un salón. Dentro del casco urbano: consistorio, ruinas de un castillo, bar-colmado, iglesia siglo catorce, casas de una y dos plantas. Los vecinos sentados en sillas a la sombra nos miraban aburridos. Viviendas seculares, antiguos palacios desocupados y en proceso de ruinificación. Calles sin asfaltar, saneamiento indecente. Un centro de salud en ladrillo visto desmerecía el conjunto histórico artístico.

-       Vale ya con esto. A casa –me ordenó.

Fuera del casco en las colinas de entrada al valle: una ermita visigótica medio en ruinas y un heliógrafo óptico-torre de comunicaciones del siglo XVIII abandonado.

Novecientos sesenta vecinos. Edad media avanzada. Suponíamos que con endogamia generalizada. A través del anuario de la Región averiguamos que gozaba de un Consistorio municipal con cinco miembros del mismo grupo independiente.

-       Correcto, cuantos menos negociadores menos jaleos.

Nada que llamara la atención a primera vista. Ni a la segunda, ni incluso a la tercera, pero si fuese verdad lo de la autopista, lo tenía todo para triunfar: terrenos, microclima, cercanía a la capital, precios bajos, pocos vecinos y un alcalde y su equipo de gobierno conjuntados. El progreso lo había señalado para el cambio. Era perfecto.

 

Revisado el terreno, inició el jefe el proceso de investigación, comidas y promesas de billetes previo. Desde el móvil llamó a sus contactos del Gobierno Central para comprobar lo de la autopista y si ésta estaba prevista para esta década.

-          Sí, va en serio. Quedan fondos europeos para gastar en lo que sea. Siempre de interés público, eso es obvio y no tengo que explicártelo…

-          Correcto –respondió el patrón-. Doblemente correcto. Comemos el jueves y ya hablamos…

El segundo nivel de la administración, la Región Autonómica, fue más fácil. El subdirector confirmó lo dicho el día de la fiesta. Por otro lado a pesar del nombre de la mercantil que facturaría (Mi Mano Derecha y Ex-Cuñados), los cuñados resultaron ser sólo uno: zurdo y buen bailarín de claqué.

Era hora de pasar al tercer nivel de la administración, el más difícil: el municipal, el local. Había que moverse y pronto.

 

Pasaron dos días hasta que encontró un amigo que le introdujera. La perdida infantil sonó a las once y subí la rampa derrapando. Allí estaba en la puerta. Traje beige claro y corbata amarilla limón. El termómetro marcaba treinta y un grados, Celsius.

-       Al Valle niño. A toda hostia.

Lo primero es lo primero. Tenía cita en la casa consistorial con don Teodoro Montaraz Risueño, alcalde electo. Tras recorrer el trayecto saltándome todos los límites de velocidad existentes y con  no pocos bamboleos en los últimos tramos llegamos a la hora fijada. Le dejé en la puerta y me quedé fumando mientras los vecinos no paraban de mirar el coche. Salió al cabo de una hora del edificio acompañado por un hombretón vestido de pana. Se despidieron corteses y subió el jefe contento.

-       Ya lo tenemos. A la Caja Rural, chaval. ¿Llevamos maletín?

Intuí que pedida la venia para ejercer el comercio y obtenida ésta, tocaba agradecerlo.

 

La semana siguiente empezó la feria con los del pueblo; una alegría, un alboroto, una muñeca piloto. Teodoro había corrido la voz a sus votantes sobre lo del patrón y sus intenciones y se animó la cosa. Es sabido que sin terrenos un promotor inmobiliario no es nada, ni nadie.

En el colmado-bar-casa de comidas san Dimas nos reunimos con los propietarios de los prados y huertos del valle y se les explicó la naturaleza jurídica de la compraventa.

-       Te doy ahora cuatro y si sale la cosa te llevas cuarenta ¿lo pillas? –les decía el jefe.

El trato eran unas  “Opciones sobre derechos de superficie y promesa de venta, sujeta a condición suspensiva”; con señal inicial y, de cumplirse “la cosa”, una verdadera pastizara.

La “cosa” son los papeles; la concesión por parte del ayuntamiento de la licencia de obras.

Era bueno para todos ellos, pensé; los vendedores se aseguraban un dinerito ya y la promesa de mucho más si cuajaba. A su vez esta esperanza de enriquecimiento le metía presión al alcalde por parte de sus electores. Para el consistorio, los impuestos y tasas de rigor estaban esperando. Para el pueblo en general, un futuro lleno de coches de gama alta. Y de puestos de jardineros y de camareros para los que no tuvieran tierras…

Con los planos en la mano confiaba el patrón en obtener unas 30 hectáreas. Decía:

-       De aquí saco cuatrocientos chalets entre independientes y adosados…

 

Pronto constatamos la curiosa concordancia en precios que nos exigían por los “praos”. Al parecer entre las funciones del consistorio y el cura, incluidas en el programa electoral, estaba el asesoramiento inmobiliario a los vecinos. Así, el precio de las tierras se fijaba el primer viernes de mes en: “La Cuartilla Parroquial Vecinal, sección rústica”, también llamada por el vecindario: “La Hoja”.

Nunca llegamos a tenerla en nuestras manos. Era secreta, pero la mano de la iglesia sí se dejaba ver entrelineas. Cuando llegábamos a la hora fijada al san Dimas nos dejaban esperando en la barra. Mientras tanto se la pasaban entre ellos y la leían sin disimulo; juraría que hasta se reían y seguían dándole al dominó hasta acabar su partida.

-          Eh, vosotros, que ya hemos “acabao”. Vamos a ver esto… -Nos decían a gritos desde su mesa recogiendo la fichas. Lenguaje corporal me parece que le llaman a eso.

-          ¿Pero qué se han creído estos patanes? ¡A sesenta euros fanega! Pero si es un desierto –se me quejaba el jefe-. Les voy  a ofrecer veinticinco, ordeñada y al camión.

 

No cedía nadie, pero los locales no eran tontos. Más bien listos. El saber popular es secular y el alcalde el más espabilado. Ítem más, el propio Teo convocó a un promotor para animar el cotarro. Sin decir nada fue y les contó la historia a la mercantil Grúas y Arneses s.l., del grupo de don Abundio Conejero Burgueño y les invitó al baile. Le respondieron pronto:

-       Claro que sí don Teodoro, como no, faltaría más. Por supuesto que sí. Un placer…

 

Cuando se enteró el patrón de lo de los “Otros”, se rascó con fuerza la entrepierna:

-       Error: ya ves como son –me decía-. Ni sabían lo de la autopista y cuando se les intenta ayudar y hacerles ganar unos millones se revuelven. Es que te muerden las uñas. -Se quedó pensativo sentado en el Lurdes. Se rascó despacio. Luego dijo-: Correcto: al fullero, doble ración.

Y pactó. No había más remedio. Era contrario a costumbre, pero la posibilidad de que el alcalde don Teodoro pudiera convocar a algún promotor más antes de que lo tuvieran todo atado y bien atado le llevó una entente cordial con los chicos del grupo de don Abundio.

El acuerdo fue simple: se repartirían los terrenos del Valle y harían dos urbanizaciones. Fijaron entre ellos un precio máximo a pagar por fanega. Como eran ya muchos para tan poco Valle, aumentaron los coeficientes de edificabilidad y redondearon a doscientos cincuenta chalets cada uno. Gastos de urbanización, carreteras, aceras, farolas y menaje a medias. La fealdad intrínseca de nuestros viejos pueblos de casas bajas con tejados a dos aguas daría paso a una nueva arquitectura con perspectiva.

Nos dedicábamos a ello con afán y con esmero. Con amor y con ahinco.

 

Urbanismo depredador lo llamaban algunos. Ante crítica tan falta de perspectiva decía el patrón:

-       Error: qué sabrán ellos lo que es el progreso… ¡y el hambre!

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