De pie en la acera miré por el ventanal
del Torrezno Recalentado: un prejubilado sentado en una mesa hojeaba la prensa
deportiva, la tele echaba un documental de bichos y Toni, tras la barra,
troceaba sobre una tabla sus torreznos de palo sujetando con las pinzas del
hielo y cortándolos con rápidos golpes de cuchillo jamonero.
Entré, saludé, fui al mostrador de
formica y encargué una caña con zarangollos. Me los puso y me senté en un
taburete con vistas a la entrada y acceso al ventanuco del baño.
- Se acaba de pirar el madero –me dijo
Toni-. Ha preguntado por ti.
- ¡Joder que plasta! ¿y qué quería?
- No sé, pero hablaba de romper una pierna
a los que no pagan a tiempo. Si te hace falta algo hasta que cobres, dímelo.
- Para nada Toni, para nada. Gracias de
todas formas.
Mentía.
En este año de gracia del 2008, estaba sin un duro y en modo autónomo en
excedencia. Por motivos políticos, mi contrata para gestionar en exclusiva la
mendicidad en la zona norte de la capital de nuestro reino estaba parada.
En
condiciones normales no es un mal asunto, en verdad, ya que incluye los puestos
de dar pena y artísticos en la puerta oeste de la catedral, once semáforos,
cuatro iglesias y en dos museos, estos últimos no solicitados. Pero era un
paquete único:
-
Tú te ocupas y me largas mi parte cada mes. Lo tomas
o lo dejas bandarra –me había explicado el sub-brigada Rufo al negociar el
trato.
Lo
acepté, y así me iba. Los impuestos callejeros son como son, pensé.
Rememoré
el incidente que me había secado el grifo. Estallaba la primavera y la ambición
me llevó a conceder, por un precio leonino, el derecho a la mendicidad en y por
los alrededores del lateral de nuestra catedral a un grupo rumano recién
desembarcado en la villa.
Ahora
sé que obvié su desconocimiento de nuestras costumbres y la incomprensión de
las prácticas de la religión de “acá”, pero antes no. Me había costado caro. No
sólo ocuparon con sus pedigüeños las calles exteriores y adyacentes, objeto de
nuestro acuerdo, sino que también entraron al sagrado edificio por pura codicia
o en un malentendido venial.
El
acoso, hostigamiento y algún tocamiento lidibidinoso a la Sra. Patro mientras
pasaba el cepillo entre los asistentes a misa de once fue un error. Ella chilló
al sentir que palpaban entre sus ropas, sujetó el cesto con fuerza y volvió a
gritar.
El
cura cesó en su plática y les señaló con el dedo índice alertando a la
respetable feligresía. Les trincaron y les sacaron fuera, a empujones, a la
calle de la Trapería.
Rodeados,
de espaldas al pilón de la zona peatonal, el jefe del grupo argumentó que el pedir
dinero dentro del templo era una violación del acuerdo pactado conmigo que por
lógica menguaría las aportaciones a recoger por ellos en la calle. Se tuvo que
callar.
Bajo
las estatuas, en piedra de la sierra, de los cuatro evangelistas un señor con
traje azul le metió una gaya potente mientras increpaba al apaleado, para
deleite y ejemplo del público en general, con un:
-
¡Ateo, comunista, bohemio!
Con
la gente de la iglesia habéis topado compañeros, pensé cuando me enteré del
lance.
Entró
Sergio el Rubio al bar, me vio, se acercó y se sentó a mi lado. Me preguntó:
-
¿Cómo va lo de la contrata? Se te apaña la cosa…
- Pues
va ser que no. Cualquier día me doy el piro –le respondí.
- Andayá.
Toni ponme un raf y una de jalufos.
-
Marchando Rubio.
Los bosques: ésa es la cuestión, pensé. Y la
culpa: la puta ambición. La región se había postulado en competencia con otras ciudades,
las emes (Montreal y otra que no recuerdo), para ser la sede de una tal OBRIA,
una nueva Organización para la Biodiversidad y Reforestación Internacional,
Agrícola Agraria, y aquello me había llevado al desastre.
La
ciudad estaba inundada de carteles con el logo sobreimpreso a un fondo de
bosque gallego de:
Me
parecía en extremo ambicioso y contradictorio ya que aun seguía viva la vieja
reivindicación del: Agua Para Todos,
la cual, por cierto, yo suscribía al cien por cien. Fría y caliente de poder
ser.
Una
ambulancia pasó por fuera ululando y su gemido me devolvió a la historia de mis
asociados rumanos: rodeados estaban y el cabecilla del grupo en el suelo
dolorido, cuando llegó la dotación de la guardia urbana a la catedral. Y en vez
de obligarles a pedir perdón a la señora Patro, quitarles la recaudación que
tuvieran, darles un par de hostias y largarles “pa” su casa (procedimiento
consuetudinario), se los habían llevado a trabajar en los montes. A repoblar el
terruño con pinos y para quitarles de en medio que venía pronto la comisión
internacional evaluadora.
Los jueces que decidirían sobre la
futura sede de la OBRIA estaban al caer y no se podía descuidar ni un detalle. Era
mucho lo que se jugaba la ciudad en el envite. Y ya se sabe que la primera
impresión es la que cuenta, sobre todo si ésta es mala.
Otros
colaboradores de mi grupo en cuanto se corrió la voz del deseo municipal de
calles limpias salieron por patas de la ciudad. No estaban para piñones.
Para
intentar mitigar el daño a mis recursos apelé al compañerismo y el objetivo
común con la otra parte contratante:
-
No
hay forma -me replicó el sub brigada Rufo-, esto viene de arriba y es de muy obligado
cumplimiento…
-
Ya,
entonces es fuerza mayor y se suspenden el acuerdo y los pagos…
-
Ni
de coña granuja, a fin de mes te espero…
De
eso hacía ya tiempo y la pasma no cejaba. Y la iguala no se detenía. Y allí que
estaba, sin un “euraco”.
Y
así, por las deudas, la política y la tan deseada biodiversidad me asalarié.
No
había más remedio. Con la plasta del coche y el patrón. Chófer mecánico, modalidad contrato oral: mil
putos pavos al mes, cuarenta horas semanales, esperas fuera de oficina no computables,
gorra de plato a cargo de la empresa y cesta de Navidad dependiendo del balance
de fin de año. Mis emolumentos no me daban ni para pagar el principal e
intereses al subbrigada banquero.
-
¡Una mierda pa “tó” lo verde! –exclamé.
- ¿Qué
te pasa Giner? –me preguntó Rubio.
- ¿Perdón?
–dijo un prejubilado que leía el As en su mesa.
- Nada,
nada, cosas mías –respondí.
- Ya,
sin un pavo ¿no? ¿Y lo del paro como cochero no sale? –insistía Rubio.
- No
sé qué decirte. Se lo tendría que pedir
al gordo. Hoy cumplo seis meses y...
-
Pues estás muy cascado para ser tan joven Giner –me
interrumpió jovial.
Salí del Torrezno sin despedirme y monté
en Luigina. Arranqué, quite la pata, metí el puño, me salté un semáforo poco
rojo y en plena carrera me acaricié el pañuelo del cuello. Olía a mi propia sangre,
seca, y al olerla me entró como un viento frio por los ventanales del casco.
Como mi peculio sólo me da para vicios: tabaco,
combinados de nacional y extranjero y libros, en mis primeras necesidades me
tengo que buscar la vida. Los martes me toca compra en una gran superficie: voy
al parking y en cuanto veo a una posible donante metiendo las bolsas en el
maletero me acerco con mi moto al ralentí. El resto, rutina: derrapo, me tiro
al suelo y con la izquierda le doy al carrito que está en medio del carril. En
el barullo y atasco subsiguiente pillo lo necesario para la semana.
Pero la semana pasada había sido
distinto. Buscaba un objetivo fácil entre los coches aparcados cuando me
fascinó la elegancia con que, de dos en dos, una pibita las subía en un
descapotable blanco. Sin esfuerzo. Era por lo demás larga bien proporcionada,
rubia madurita y por matrícula, guiri.
Vestía falda negra y polo blanco.
Austeridad y pureza, pensé. Me la imaginé vestida de monja y me distraje mirándoselos;
choqué contra él, volcándolo, desparramando el contenido, cayendo al suelo y de
paso, me raspé las piernas. Mientras me levantaba preocupado por si algo
irreparable le hubiera ocurrido a la moto, ella se echaba las manos a la cabeza
y se auto recriminaba por su imprudencia.
Acostumbrado a la reacción a gritos,
acusatoria en mi contra, que las locales se gastan en estas circunstancias
aquello me parecía exagerado y sospechoso.
Me quité el casco. Se acercó. En
perfecto español insistía en llevarme a un médico. Me dijo que su seguro
cubriría todos los desperfectos. La levante y comprobé con alivio que con
cuarenta duros de pintura y un martillo Luigina quedaría como nueva.
Puse la pata de cabra y aparqué a un
lado. Los productos de su compra estaban esparcidos, el atasco empezaba a ser
considerable y lo mejor era pirarse. No pudo ser, noté que me sujetaban y tuve
que volverme. Y allí empezó todo. Ya lo dice el Génesis, en el principio fue el
verbo:
- ¡No me toques! -le grité.
Pero tuve que mirar, y olerla. Y eso fue
mi perdición: a galletas de mantequilla y a osa polar en libertad. A fiordo. Nunca
antes una combinación odorífera me había golpeado así. Me quedé helado.
Tenía un pañuelo rojo en la mano y me limpiaba
la sangre de los rasponazos de las piernas. Le dije que no era necesario. Le
ayudé a recoger las cosas, haciendo al tiempo mi acopio, ponerlas en el maletero
junto a unas bolsas de Ikea que en él estaban. Alterado por el olor, gruñí una
despedida, me puse el calimero, subí a la moto y me preparé para la fuga.
Ella se sacó una tarjeta del bolso y
diciéndome algo que no entendí me la entregó. Arranqué y me largué con el botín
que ya venían los seguratas a meter baza.
En la rotonda de salida del centro
comercial un BMV presuroso me descolocó de un golpe el retrovisor y
trastabillé. Me recuperé e indignado le seguí. En el ceda el paso de la
siguiente le alcancé. Me acerqué despacio. Eché mano al bolsillo delantero de
mi bermuda, saqué a Paca, albaceteña de carraca con cachas de jabalí, y tras
abrirla en marcha le dibujé al ralentí una “G” en la carrocería y me alejé.
No estaba contento y circunvalé de nuevo
la rotonda. Le dejé entrar en ella, me puse a su vera y le metí un repaso al
grafiti con la navaja.
- Ahora sí –dije satisfecho. Y seguí camino.
El tráfico era fluido. Al llegar al
edificio del holding, entré y aparqué en la planta menos dos. Tocaba
zafarrancho: lavar y encerar el coche. Un clase S600, berlina larga, color gris
pedernal metalizado, tapicería en cuero pasión, mampara de separación y en
plazas traseras: climatizador, sistema de grabación y ambientador pino de aroma
pachuli y mandarinas.
Antes de que me entraran ganas de
trabajar sonó mi portátil y a la tercera se cortó. Era el jefe indicándome a
través de una perdida, adolescente y rata total, que salía de su despacho y que
le recogiera en la puerta de la calle. Recogí los trastos, monté en el coche y subí por la rampa a la calle. Aparqué en
doble fila. Al poco salió. Llevaba un mil rayas azul que resaltaba su tripa. Se
subió atrás, se acomodó, se rascó la entrepierna y me ordenó:
-
Al
notario niño, el de la calle de la Fe Pública. ¿Llevamos el maletín?
-
Sí
patrón, detrás.
El contenedor debía ser para un cobro de
efectivo no declarado ni declarable. Sonaba estupendo para mis planes de
cambiar mi ruina de trabajo.
Le llevé callejeando por el centro de
Murcia y aparqué frente a la notaría. Salí. Le abrí, salió, saqué el maletín
del maletero, se lo entregué y me dispuse a esperar leyendo a que acabara la
ceremonia. A la hora escasa salió del portal. Dejé mi lectura y bajé. Parecía
que la carga pesaba. Le abrí la puerta y entró echando el maletín junto a él.
- Ya podían dármelos de quinientos… –dijo.
Me senté en mi sitio y pensé que era el momento. Con tono de voz firme, veloz,
cortés y valiente todo junto le dije:
- Jefe, hoy cumplo seis meses trabajando
para usted. ¿Qué le parece lo de meterme en la Seguridad Social? Ya sabe que
para lo de la jubilación cuanto antes se empiece…
- Error. Lo tienes todo en regla, niño,
todo en regla. Fijo discontinuo, Giner. Eres muy joven y te queda carrera para
rato. Y sin impuestos, sobrao, que vas sobrao… Y no me rojees... Ahora, si no
estás a gusto, por mí te puedes ir a recoger cebollinos.
-
Por
supuesto patrón, no hay problema en esperar un poco. Que nada me compensa más
que el aprender de sus maneras y saberes… -respondí. Pero retroviéndole por el
espejo la cara que puso con tono de voz trémulo, veloz, cortés y acojonado,
todo junto, agregué-: y el salario recibido que me permite atender mis
necesidades, las de mi familia así como el diezmo a las iglesias debido.
Y allí se quedó la cosa, pero me acordé
de lo que me decía Madre: Ginesito, del jefe y del mulo cuanto más lejos más
seguro. Tarea difícil en mi situación. Aunque el coche tenía instalada mampara
de separación no parecía bastante. Lo de tintarla de negro para una mayor
intimidad, clase y gansterismo podría valer. En fin me tenía que preparar el
discurso a conciencia, no se lo fuera a tomar a mal o a malinterpretar. En
cualquier caso, aquello no era vida… Camino de vuelta al holding me gritó desde
su asiento:
- Nenico, pásate antes por la Caja Rural.
- Voy volando –respondí acelerando.
-
El
progreso urbanizado es un absoluto. Casi un todo. Mucho del
retraso y de nuestros males vienen de esa falta de progreso y urbanidad –me
dijo.
-
Claro, claro… -Siempre igual, pensé. Cada vez que
vuelve del notario dice lo mismo.
-
Correcto. Qué de verdad que me ha quedado esto, amén.
¿A qué sí?
Y
se santiguó. Así se expresa mi patrón: don Demetrio José Tocino y Bueno. Me
tenía harto, me recordaba a los curas de mis tiempos en Madrid. Llegamos,
aparqué y ya estaba el bancario en la acera esperándole. Se bajó y le entregó
el maletín del convoluto al propio.
- ¡Diligencia, niño, no te duermas! –me
dijo-. No me esperes, vete a lavar el coche…
En casa me entró hambre y abrí una lata
de la despensa: chili con carne. Vaya ruina,
pensé, frías saben a jarabe. Pero olían bien y me las acabé. Se me
escapó un eruptillo. Me eché un pito. Dedique el resto de la tarde a mis
deberes con la siesta.
Por la noche hacia calor y me desvelé
pensado en la niña de la compra y en sus olores. Rebusqué en el chaleco y
encontré la tarjeta arrugada: Ürsula, leía. ¿A lo mejor de aquí pillo algo? Y con
su nombre en mis labios caí dormido.
Me despertó la luz entrando por el
ventanuco del techo. Tras desayunar un vaso de leche con Cola Cao y café de
sobre me puse los bermudas, una camiseta y me fui para el curro. Olía a moho y
pensé que pronto tocaría colada. En el aseo había cola, decidí no esperar.
Saqué a Luigina del chiscón de la portería donde pernocta y salí.
Llegué a la oficina por las sucias calles
de mi ciudad e inicié un nuevo día laboral. Bajé y me puse a leer en el cuarto
de materiales. A las once sonó la perdida adolescente del patrón y salí. Él ya
estaba allí. Serio. Gordo. Traje gris marengo y corbata azul. Un reloj mural
marcaba treinta y siete grados.
-
Al consistorio,
chaval…
-
Sí
jefe. Hay que echarle gasolina al Mercedes…, vamos pelaos.
-
El
Lurdes, nenico, al Lurdes…
-
Claro
jefe, claro, el Lurdes quería decir…
Que así me hacía llamarle al coche:
LURDES; en vez del suyo propio; tan germano y a la vez tan nuestro. Y todo
porque una tal Merche le pegó unas purgaciones de joven. Y claro tampoco era
cuestión de mentar la bicha todo el día; y cambiar de marca, en nuestro sector
y con el pedigrí del patrón: eso ni pensarlo. Paré junto al surtidor, bajé y lo
llené. De camino al edificio consistorial nos retuvo una aglomeración. El
atasco se solucionó y seguimos.
Cuarenta grados. Olor a cacas en el
exterior. La radio daba el parte de la Confederación Hidrográfica del Segura:
-
El
nivel medio del agua embalsada en nuestros pantanos es del trece por ciento. Se
espera activar el Plan Especial de Sequía (PES) la próxima semana
“Agua
para todos”, me dije. Pero el cemento amalgamaba todo, mandaba. Es el amor de
nuestros políticos por la ecología lo que
me ha llevado a esto, pensé.
- Malditas masas forestales, puñeteros
curas. ¡Mierda de curro!
- Qué dices chaval. Habla más alto que no
te oigo.
- Nada jefe, que ya casi estamos.
Llegamos al ayuntamiento. Aparqué en
doble fila. Se bajó y entró con paso firme. Estaba como en su casa entre ediles
y politiquillos. Aquello podía durar un buen rato, me dije. Encontré un sitio
libre a la sombra, aparqué y empecé a leer el libro que me había llevado al
curro: Ulises y su Odisea. Curioso, guapo. Cuando el patrón salió a las tres ya
iba por el cuarto canto. Montó. Parecía cabreado. Gritó al techo:
- No queda ni un “prao”…
Pero todo se sabe, antes o después todo
se sabe. Es de ley. El premio a sus desvelos le llegó en la fiesta de la espuma
en la noche de San Juan en “El Salón Rouses”, evento y compromiso social de
verano al que no se debía faltar.
Fui con el jefe pero no pude pasar por
llevar chanclas y un error en la lista de invitados, así que me fui a esperar
en el parking. Vi a un colega mecánico apoyado en su buga. Era Gamonedo; le
saludé echando mano a la gorra y me acerqué.
Le conocía desde los tiempos en que
recién llegado de su Asturias natal, asmático, huyendo del chirimiri y con
orden de búsqueda y captura, coincidimos como voluntarios en la campaña de
Navidad frente al Corte Inglés. Con nuestra parte de la recaudación del bote de
pedir (otra aun mayor se la apropió el organizador de las caridades según
prensa y sentencia condenatoria firme) nos hicimos unas rondas y, colocadísimos,
acabamos en la muralla romana retozando con dos mendicantes bienintencionadas y
bien-dispuestas.
Preparé un peta en recuerdo de otros y
Gamonedo me pasó su tarjeta de empresa para el filtro. Es buen tipo, pero su
melomanía cansa. Acostumbra a no quitarse los cascos del MP3 mientras te habla,
lo cual produce una cierta confusión en su discurso y modos. Decía en ese
momento moviendo las manos:
- Voy a dejar este curro, que ya no me da
pa “na”… -pero tarareando, lo cual te dejaba la duda sobre sí era ésa su
intención o un canto de Melendi.
Cuando me aburría ya con sus historias de
conductor free lance en la Royal Limusinas Murcianicas s.l. salió mi jefe del
local seguido por un tipo trajeado y con restos de espuma en el pelo. Me
despedí de Gamonedo y me hizo un gesto que podría ser tanto un cuídate y nos
vemos como que hubieran entrado unas gaitas al MP3. Subieron el jefe y su
compañero despistando. Yo delante. Me dijo el patrón:
- A la botica de Botana, a toda hostia
niño… -Aquello apestaba. ¿Tan pronto ha acabado el festejo? ¿A una farmacia? Conecté
el intercomunicador.
- Si te interesa, a cambio de la voluntad en
metálico te lo paso.
- ¿Vale la pena…? -respondió el patrón.
- ¡Qué si vale la pena! Esto no lo sabe
nadie, sólo en la consejería y muy pocos… Dime lo que sea o me voy a ver a…
- Hecho –respondió el patrón. Y se dieron
un apretón como caballeros.
-
Por
cierto, te lo va a facturar Mi Mano Derecha y Ex-Cuñados, ya sabes que yo no
puedo, ¿de acuerdo?
-
Correcto.
No hay problema.
-
Les
borro a los planos el escudo con tipex y te los llevo a la oficina.
-
Bien,
pero no tardes. El Valle del Chipote ¿es el de Sierra Horadada, no? –preguntó
el patrón.
-
Sí,
es el punto de unión con la autopista. Todos los itinerarios previstos pasan
por allí. Con esto vertebraremos la red viaria regional.
Y de paso mejorarán la economía del
funcionario y sus cuñados, pensé. Me hizo regresar alegando de forma innecesaria
y sospechosa que el sofoco del otro se había “subsumio” con el paseo y le
dejamos de nuevo en la fiesta del Rouses. Volvimos a la capital, le llevé a su
casa, le abrí la puerta, se bajó y me largué.
Al día siguiente en la oficina la
perdida sonó a las diez. Salí con Lurdes y le recogí:
- A la sierra chaval. Al Valle del
Chipote…
El navegador detalló los cincuenta km y
pasamos por la autopista estatal, la carretera autonómica sin desdoblar (primer
nivel), la de la diputación comarcal con baches (segundo nivel) y la local sin
asfaltar (tercer nivel) que nos llevaron al valle. Desde él, un sendero de cemento
y grava municipal (sin calificar) subía hasta el conjunto urbano.
- Tira para arriba niño.
Villa serrana de interior. Ochocientos
veintidós metros sobre el nivel medio del mar en Alicante. Reseco. Término
municipal extenso: diez mil trescientas hectáreas, unos veinte km de lado por
cinco, largos y estrecho. Estaba compuesto por: abajo valle propiamente dicho flanqueado
por dos colinas bajas y opuestas, camino de terracería en subida bordeado por
laderas de suelos calizos agrietados y el pueblo en el altozano. Sierra
Horadada cubriéndole las espaldas. Sin playa. Muy buenas vistas, eso sí.
Desde el coche no parecía gran cosa. Rocas
y rocas. Marchitas zarzas. Tierras tristes. Restos de explotaciones mineras
abandonadas. Cabras y ovejas sueltas. Perros sucios. Almendros y mandarinos descuidados
en bancales mozárabes escalonados. Conejos triscando libres.
- ¿Tenemos la escopeta detrás? –me
preguntó.
- No patrón, están en la finca. ¿Si quiere
le echo un par de ellas mañana al maletero?
- Deja, deja. Sigue “parriba”.
Se le pasó el momento cinegético y
seguimos subiendo. Moscas y hormigas. Matas y polvo, arcilla y cardos. Gatos. Pluviometría
casi nula, agua cara e imbebible. Huertos secos. Microclima garantizado. Una
zona privilegiada.
Estaba claro que había pasado por épocas
mejores. La emigración y el abandono habían hecho estragos. Restos romanos,
visigodos y de otros invasores. En la época de guerras con los moros fue pueblo
de frontera.
- Da una vuelta por la plaza chaval.
Disimulando, eh…
El Lurdes era tan opaco como una vaca
lechera en un salón. Dentro del casco urbano: consistorio, ruinas de un castillo,
bar-colmado, iglesia siglo catorce, casas de una y dos plantas. Los vecinos
sentados en sillas a la sombra nos miraban aburridos. Viviendas seculares, antiguos
palacios desocupados y en proceso de ruinificación. Calles sin asfaltar,
saneamiento indecente. Un centro de salud en ladrillo visto desmerecía el
conjunto histórico artístico.
- Vale ya con esto. A casa –me ordenó.
Fuera del casco en las colinas de
entrada al valle: una ermita visigótica medio en ruinas y un heliógrafo óptico-torre
de comunicaciones del siglo XVIII abandonado.
Novecientos sesenta vecinos. Edad media avanzada.
Suponíamos que con endogamia generalizada. A través del anuario de la Región
averiguamos que gozaba de un Consistorio municipal con cinco miembros del mismo
grupo independiente.
- Correcto, cuantos menos negociadores
menos jaleos.
Nada que llamara la atención a primera
vista. Ni a la segunda, ni incluso a la tercera, pero si fuese verdad lo de la
autopista, lo tenía todo para triunfar: terrenos, microclima, cercanía a la
capital, precios bajos, pocos vecinos y un alcalde y su equipo de gobierno
conjuntados. El progreso lo había señalado para el cambio. Era perfecto.
Revisado el terreno, inició el jefe el
proceso de investigación, comidas y promesas de billetes previo. Desde el móvil
llamó a sus contactos del Gobierno Central para comprobar lo de la autopista y
si ésta estaba prevista para esta década.
-
Sí,
va en serio. Quedan fondos europeos para gastar en lo que sea. Siempre de
interés público, eso es obvio y no tengo que explicártelo…
-
Correcto
–respondió el patrón-. Doblemente correcto. Comemos el jueves y ya hablamos…
El segundo nivel de la administración,
la Región Autonómica, fue más fácil. El subdirector confirmó lo dicho el día de
la fiesta. Por otro lado a pesar del nombre de la mercantil que facturaría (Mi
Mano Derecha y Ex-Cuñados), los cuñados resultaron ser sólo uno: zurdo y buen
bailarín de claqué.
Era hora de pasar al tercer nivel de la
administración, el más difícil: el municipal, el local. Había que moverse y
pronto.
Pasaron dos días hasta que encontró un
amigo que le introdujera. La perdida infantil sonó a las once y subí la rampa
derrapando. Allí estaba en la puerta. Traje beige claro y corbata amarilla
limón. El termómetro marcaba treinta y un grados, Celsius.
- Al Valle niño. A toda hostia.
Lo primero es lo primero. Tenía cita en la
casa consistorial con don Teodoro Montaraz Risueño, alcalde electo. Tras
recorrer el trayecto saltándome todos los límites de velocidad existentes y con
no pocos bamboleos en los últimos tramos
llegamos a la hora fijada. Le dejé en la puerta y me quedé fumando mientras los
vecinos no paraban de mirar el coche. Salió al cabo de una hora del edificio
acompañado por un hombretón vestido de pana. Se despidieron corteses y subió el
jefe contento.
- Ya lo tenemos. A la Caja Rural, chaval.
¿Llevamos maletín?
Intuí que pedida la venia para ejercer
el comercio y obtenida ésta, tocaba agradecerlo.
La semana siguiente empezó la feria con
los del pueblo; una alegría, un alboroto, una muñeca piloto. Teodoro había
corrido la voz a sus votantes sobre lo del patrón y sus intenciones y se animó
la cosa. Es sabido que sin terrenos un promotor inmobiliario no es nada, ni
nadie.
En el colmado-bar-casa de comidas san
Dimas nos reunimos con los propietarios de los prados y huertos del valle y se
les explicó la naturaleza jurídica de la compraventa.
- Te doy ahora cuatro y si sale la cosa te
llevas cuarenta ¿lo pillas? –les decía el jefe.
El trato eran unas “Opciones sobre derechos de superficie y
promesa de venta, sujeta a condición suspensiva”; con señal inicial y, de
cumplirse “la cosa”, una verdadera pastizara.
La
“cosa” son los papeles; la concesión por parte del ayuntamiento de la licencia de
obras.
Era bueno para todos ellos, pensé; los vendedores
se aseguraban un dinerito ya y la promesa de mucho más si cuajaba. A su vez
esta esperanza de enriquecimiento le metía presión al alcalde por parte de sus electores.
Para el consistorio, los impuestos y tasas de rigor estaban esperando. Para el
pueblo en general, un futuro lleno de coches de gama alta. Y de puestos de
jardineros y de camareros para los que no tuvieran tierras…
Con los planos en la mano confiaba el
patrón en obtener unas 30 hectáreas. Decía:
- De aquí saco cuatrocientos chalets entre
independientes y adosados…
Pronto constatamos la curiosa
concordancia en precios que nos exigían por los “praos”. Al parecer entre las
funciones del consistorio y el cura, incluidas en el programa electoral, estaba
el asesoramiento inmobiliario a los vecinos. Así, el precio de las tierras se
fijaba el primer viernes de mes en: “La Cuartilla Parroquial Vecinal, sección rústica”,
también llamada por el vecindario: “La Hoja”.
Nunca llegamos a tenerla en nuestras
manos. Era secreta, pero la mano de la iglesia sí se dejaba ver entrelineas. Cuando
llegábamos a la hora fijada al san Dimas nos dejaban esperando en la barra.
Mientras tanto se la pasaban entre ellos y la leían sin disimulo; juraría que
hasta se reían y seguían dándole al dominó hasta acabar su partida.
-
Eh,
vosotros, que ya hemos “acabao”. Vamos a ver esto… -Nos decían a gritos desde
su mesa recogiendo la fichas. Lenguaje corporal me parece que le llaman a eso.
-
¿Pero
qué se han creído estos patanes? ¡A sesenta euros fanega! Pero si es un
desierto –se me quejaba el jefe-. Les voy a ofrecer veinticinco, ordeñada y al camión.
No cedía nadie, pero los locales no eran
tontos. Más bien listos. El saber popular es secular y el alcalde el más
espabilado. Ítem más, el propio Teo convocó a un promotor para animar el
cotarro. Sin decir nada fue y les contó la historia a la mercantil Grúas y
Arneses s.l., del grupo de don Abundio Conejero Burgueño y les invitó al baile.
Le respondieron pronto:
- Claro que sí don Teodoro, como no,
faltaría más. Por supuesto que sí. Un placer…
Cuando se enteró el patrón de lo de los “Otros”,
se rascó con fuerza la entrepierna:
- Error: ya ves como son –me decía-. Ni
sabían lo de la autopista y cuando se les intenta ayudar y hacerles ganar unos
millones se revuelven. Es que te muerden las uñas. -Se quedó pensativo sentado
en el Lurdes. Se rascó despacio. Luego dijo-: Correcto: al fullero, doble
ración.
Y pactó. No había más remedio. Era
contrario a costumbre, pero la posibilidad de que el alcalde don Teodoro pudiera
convocar a algún promotor más antes de que lo tuvieran todo atado y bien atado le
llevó una entente cordial con los chicos del grupo de don Abundio.
El acuerdo fue simple: se repartirían los
terrenos del Valle y harían dos urbanizaciones. Fijaron entre ellos un precio
máximo a pagar por fanega. Como eran ya muchos para tan poco Valle, aumentaron
los coeficientes de edificabilidad y redondearon a doscientos cincuenta chalets
cada uno. Gastos de urbanización, carreteras, aceras, farolas y menaje a
medias. La fealdad intrínseca de nuestros viejos pueblos de casas bajas con
tejados a dos aguas daría paso a una nueva arquitectura con perspectiva.
Nos dedicábamos a ello con afán y con
esmero. Con amor y con ahinco.
Urbanismo depredador lo llamaban algunos.
Ante crítica tan falta de perspectiva decía el patrón:
- Error: qué sabrán ellos lo que es el progreso…
¡y el hambre!
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