La luz del día me deslumbró. Me giré
sobre el lecho pensando si no sería mejor dormir con gafas de sol ya que lo de ponerle
un cartón al ventanal se demoraba. Ya se vería, me dije. Me había despertado empalmado
con el recuerdo de su olor nórdico, de sus olores.
Me
levanté y fui a la cocina sorteando las pilas de libros apilados sobre la
tarima y miré el contenido de la despensa: café en polvo, arenques en salsa de
mostaza, pepinillos dulces en salmuera y un embutido alemán naranja que en la
confusión de la compra en el híper y la caída había tomado por butifarra
catalana. Me tiene frito esta niña, pensé.
Tenía una forma de contactarla y
rebusqué en el chaleco: en la tarjeta arrugada que saqué, aparte de dirección,
correo electrónico y teléfono, figuraba su nombre: ÜRSULA. Deduje que se
llamaba Úrsula y que debía ser nórdica-escandinava.
Decidí que valía la pena intentar dar un
palo y pedirle una indemnización por daños.
Llamé: una voz grabada en español con
marcado acento, informó que era la Fundación UNTRUSBURGEBBORG, o eso entendí, y
que su horario era de 7 a 13 horas. Al terminar la grabación su contenido acrecentó
mis sospechas. Nadie está en su puesto a las siete de la mañana en este país,
ni debería estarlo en ningún otro, pensé.
Aquello era inquietante. Pero el posible
dinerito y el recuerdo de la combinación de olores me llevaron a perseverar. Me
dije que en cuando la pillara reclamaría mis derechos compensatorios. No lo
sabía entonces, pero confundía sensaciones.
Logré superar a la señora Ros en la
carrera matinal por el aseo comunitario y dediqué un tiempo a asearme
intentando no mojar la costra de la rodilla. Maldije mi despiste y el accidente
motero, pero tampoco era para tanto, pensé. Al salir, los cuatro de la cola me
miraron con asco.
Ya en casa desayunando me dije que debería
ponerme un pantalón antes de ir al baño. Acabé con mis cosas y me fui al Torrezno.
Una vez allí junto con Sergio el Rubio y el enano Nicomedes apañamos una
factura de reparación para Luigina por trescientos pavos. Si cuela, cuela,
pensé. Me despedí, les prometí a ambos una comisión si salía bien el asunto y
seguí camino al curro.
Por la tarde pude escaparme ya que el
jefe se había ido a las rebajas de verano con su señora. Salí en moto y callejeando
me dirigí al a la dirección que en la tarjeta figuraba: pasaje de las Reales
Ordenanzas nº 3. Estaba lejos y tardé un buen rato en llegar. Tanto esfuerzo se
reflejará en la cuantía de la compensación, me dije. A ésta se la tengo que
meter doblada, pensé.
Al llegar puse la pata de cabra y me
aposté en la acera a mirar y esperar. Era una calle con solera y un portal con
espacio de giro interior suficiente para la maniobra más complicada que se
pueda imaginar de un carro de labor con sus mulas. La suerte me fue propicia, o
eso pensé en aquel momento, y a la media hora escasa salió del edificio y se
paró en la acera mirando, como para cruzar la calle. Enfrente estaba un bar, el
Mesón del Embutido Curadito como posible destino.
Vestía falda jipiosa a colores, camisa
blanca, pañuelo sanferminero y chanclas con lazos a los pies. Salí de detrás del
árbol en que me había medio escondido y salude. Tras el susto y un intento de
huida inicial se paró frente a mí. Me observó, remiró, se confirmó en su
identificación y tras serenarse, me preguntó cómo estaba, si me había
recuperado, si me dolía y otras bobaditas de esas y me sorprendió con un:
- ¿Me aceptarías un café?
- Un placer, señorita Úrsula –dije
enseñándole su tarjeta-. ¿Puede ser una birra?
Ella se echó a reír. Señaló con la mano
el local de restauración y asentí con la cabeza. No me salían las palabras. Cruzamos
sin mirarnos y entramos. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Cara a
cara y en corto su olor me enajenó de nuevo. Ni la potencia combinada de la
sobrasada, el chiquillo, el imperial de rosco y a la butifarra huertana que
dominaban el ambiente ocultaban sus efluvios a galletas de crema y a úrsidos salvajes
sobre témpanos en primavera. Pidió un té y una cerveza, a un camarero con
mandil sucio de color gris triste y cara a juego, y esperamos.
Ella se lanzó a la charla, en ejercicio
de su condición de extranjera, y yo sólo se los miraba con disimulo. Como
seguía excusándose por su imprudencia al dejar el carro de la compra en el
carril de circulación, no me acusaba del montaje y no mencionaba restitución
alguna de productos me calmé un poco. Habló ella de nada un mucho y yo no podía
dejar de olerla. Al rato me preguntó que a cuánto ascendía la reparación de la
moto y me sorprendí respondiendo:
- No lo sé. No me lo han dicho todavía. No
parece mucho. Ya le informaré señorita.
-
Bueno,
ya me dirás. Pero por favor llámame Ürsula, que suena a mayor lo de señorita
–me dijo sonriendo.
-
Seguro
que sí, jovencita –respondí azorado.
Acabó ella su té y galletas y yo mi
doble de cerveza con tapa de garbanzos con chorizo. Pagó y, tras contenerme
para no apropiarme de la generosa propina que se marcó, salimos a la calle. Es
ahora o nunca, pensé, y al despedirme dije:
- Si quieres, te llevo a la playa el
sábado. Entre semana no me es posible porque estoy preparando oposiciones y es
mi programa de estudios extremo y exigente.
-
No
puedo, muchas gracias de todas formas.
Cómo no la veía convencida del todo
cuando ya se había vuelto para irse, de un manotazo me quité el costrón de la
rodilla. Me alejé exagerando la cojera y a los dos pasos fingí un repentino
dolor en las piernas y grité. Miré para atrás. Ella me había oído, se había
vuelto y parecía que se sonreía. Se quitó el pañuelo del cuello enseñando un hombro
gimnástico y se acercó. Se agachó y me restañó
la sangre de la herida. Me la imaginé vestida de enfermera. Me gustó.
Me dejé curar aguantando su aroma y sin
llorar. Insistí en lo de la playa juntos el sábado y no respondía. Al acabar con
la cura me hizo un torniquete de dos vueltas rematado en lazada príncipe de
gales. Aproveché la postura y lo volví a intentar:
- Venga, seguro que no la conoces. Es una
cala –le dije. Me miró desde abajo y respondió:
-
OK,
por que no. Pero el sábado no puedo; el domingo si te viene bien. Por cierto ¿cómo
te llamas?
-
Giner,
para servirla –dije inclinando la cabeza.
-
Bueno
Ginés, nos vemos el domingo. Tienes mi número, ¿no? Nos llamamos…
Disimulando la emoción y un escalofrío
sensual, le di el mío, lo apuntó en una agenda de tapas floreadas y volvió a
sonreírme. Subí a Luigina, me puse el calimero, arranqué y me marché. Aquí
puede haber tema, pensé.
Conducía el Lurdes por la autovía con el
climatizador a dieciocho grados y escuchaba a mis pasajeros. Decía el patrón a
su acompañante:
- Mil chabolos a cincuenta kilos cada uno,
cincuenta millardos. Quítale obra, urbanización, promoción, tasas y otros y mucho
se nos tienen que estropear las cosas para que no nos quede limpio un veinte
por ciento. Diez mil millones.
- A pachas pisha –le respondió éste con un
acento que no supe identificar.
- Correcto. Claro, claro. Fifty-fifty.
Doblemente correcto.
¡Diez mil millones de pesetas limpios! Sesenta
millones de euracos. Un fortunón.
Vaya cambio, pensé, de doscientos chalets
a mil. ¡Mil! De ésta al grupo de los promotores selectos, al PS20 fijo.
El coche ronroneaba camino al aeropuerto
internacional de San Javier donde esperaba para llevarle de vuelta a Londres el
jet privado del socio: Mister Richard S. Dirtyneck Matarromero (o traducido:
Don Ricardo Cuellosucio Killrosemary).
A ambos lados de la carretera, que desde
la capital del antiguo Reino de Murcia lleva al aeródromo, grúas, casetas, urbanizaciones
en curso, banderolas, pendones al viento, cartelones publicitarios y pisos
pilotos jalonaban el trayecto. Dentro de poco iban a ser la envidia del sector.
Mil chalets cada grupo, hotel, campo de golf, supermercado de conveniencia,
restaurantes…
Y con socios extranjeros para mayor relumbrón.
Y todo ello gracias a la iglesia y a la corporación municipal del Valle del
Chipote que están a la que salta.
Todo se había precipitado, recordé.
Llevábamos ya semanas bebiendo chatos, cafés y una caña en el bar-colmado casa san
Dimas pre comprando el jefe las tierras y huertos secos del valle a los vecinos.
Lo teníamos casi listo para empezar las obras cuando el alcalde nos convocó junto
a don Abundio, por sorpresa y en modo urgente, a la casa consistorial para:
- Una “cosa de mucha enjundia” –dijo.
Y allá fuimos. Tras las bobadas y
pasamanos de rigor soltó la bomba-:
-
¿No
son pocos unos cienes? ¿Qué les parecen dos mil, eh? Si tienen huevos
mismamente.
Pregunta capciosa, pensé. El patrón no
se arredró. Respondió:
-
Claro
que sí, hombre, claro que sí. Dos mil, con campo de golf y lago artificial. Pero
¿ya me explicas tú cómo lo “arrebujamos” todo junto ahí abajo?
Se rió Teodoro. Y lo largó todo. Si bien
ya habíamos apalabrado-comprado casi todo el terreno a los vecinos (incluyendo
a varios de los miembros del consistorio en su calidad de personas humanas), era
el propio municipio el dueño de las laderas del monte que se extendían en
bancales desde abajo en el valle y a los lados del camino de subida al pueblo.
Se le había escapado el tema al patrón. Al
parecer cuando lo de la desamortización de las tierras de la iglesia en un
siglo pasado, el pueblo ya estaba tan a trasmano de todo y su función defensiva
contra el sarraceno Saladino tan obsoleta que no hubo postulantes en la subasta
regalo de esas propiedades. ¡Ni siquiera la nobleza! Y se lo quedó el propio consistorio
para él mismo en una jugada maestra. Las dos secas laderas de los montes eran
suyas: por cuatro mil reales de vellón y unas misas.
Ya hacía tiempo de eso pero la propiedad
es la propiedad y no se pierde sin motivo. Durante décadas sirvieron de pastos
comunales e incluso se intentó el siglo pasado lo del cultivo del almendro y la
mandarina, pero no les funcionó.
Y ahora lo querían rentabilizar. Desde que
se inventó y promulgó lo de la Ley del Suelo hacía unos años, todo el terreno era
urbanizable, salvo la iglesia del siglo XIV y una zona de nidificación de
rapaces.
- ¿Qué tal unas setenta y cinco hectáreas
para cada uno? ¿Les cabe todo? –dijo Teodoro-. Con licencia de obras por
supuesto. Del precio y ayudas ya hablaremos...
Ambos dieron el sí al alcalde sin
dudarlo, que contaran con ellos. Era un sueño, en colores que no en blanco y
negro. Tierras y licencias a la vez. Irresistible.
Pero tal vez un poco grande para meros
prohombres locales. El patrón se lanzó pero no solo. Era tanta la pasta en
juego en la operación que se contentaba con la mitad. Y así fue como, vía empresa
de relaciones públicas y contactos caros, buscó y encontró a un grupo inversor
foráneo con ganas de meter baza en la fiesta.
Fue rápido; el dinero barato seguía
fluyendo como si se hiciera en casa y el negocio era redondo. Unieron sus
fuerzas: la mercantil: Bellotas y Mandarinas s.l., Demetrio’s Group del patrón y
la Real State Inmobiliaria Lima Limón Limited, que resultó ser la sucursal en
Gibraltar de una compañía de un grupo bancario británico.
Parecía un matrimonio perfecto.
Financiación asegurada por un banco y además
algún cliente foráneo caería de por allí.
Por el lado del jefe, pues eso, la
tierra, el conocimiento local y los ladrillos.
Vino don Richard desde Gibraltar con un par
de abogados y tras unos viajes de reconocimiento al Valle del Chipote,
presentación al alcalde, repaso de las escrituras medievales y unas comidas con
postre caliente se firmaron los acuerdos.
El grupo rival de don Abundio también
buscó ayuda: una empresa de la capital.
Ya eran dos competidores; compañeros y
enemigos; colegas y rivales a muerte. Después se negoció con dureza, a fondo, entre ellos:
- ¿Cara o cruz?
- ¡Cara!
- Paf.
Y se repartieron las laderas. Nos tocó
el Occidente, desde la ermita de la virgen hasta lo alto de la sierra. El Oriente
desde el heliógrafo óptico todo “parriba”, suyo. El sendero de subida al pueblo
serviría de linde natural.
Luego se le dijo que sí a don Teodoro y
se acordaron precios y coste de la intermediación para el elenco de concejales.
Como en el caso de la compra de las tierras a los vecinos el pago inicial era
sólo parcial y el grueso de la pasta se daría cuando se cumpliera la condición
suspensiva: las licencias y sus papeles.
Por la tarde, en el salón Rouses, entre
ambos grupos y el alcalde se diseñó el proyecto en una servilleta sucia de
patatas y huevos. Se acordó que ambas urbanizaciones irían escalonadas en las
laderas del monte, con vistas y mucha luz. Los servicios, lago artificial, campo
de golf y demás tonterías abajo.
Así el viejo pueblo quedaría arriba en
el altozano, las laderas a ambos lados “chaleteadas” en un par de miles, a
conveniencia, y en el valle las zonas y servicios comunes.
La ermita de la virgen y el heliógrafo óptico
ni tocarlos, que era lugar de peregrinación y fervor la una y muestra del
progreso y la tecnología el otro. Se aceptó el hacer rotondas de paso
circunvalándoles.
No habría playa, pero el microclima
compensaría. A cuarenta y tres grados a la sombra
Esquivé por los pelos un camión de
transporte de animales vivos. En caso de siniestro fatal las victimas le hubieran
complicado las estadísticas al ministerio, me dije. Dejé de recordar, me
concentré en la conducción y puse la oreja a ver lo que pillaba.
Escuchaba yo su charla gracias al
ingenioso sistema de comunicaciones del jefe. Micrófonos y equipo de grabación ocultos
vamos. Lo usaba para grabar a aquellos que se metían en tratos con él y a los
cuales recogía yo para llevarles a nuestras oficinas. La experiencia había
demostrado su utilidad ya que los últimos flecos, precios y condiciones se solían
revisar en ese trayecto previo al cierre de las negociaciones y firma. Esas
grabaciones, que yo diligente entregaba nada más llegar a destino, y que él
escuchaba mientras se les ofrecían café y taquitos de jamón a la contraparte,
le había conferido un aura de perspicacia en los negocios brutal. Fama en
cierto modo inmerecida o cuanto menos exagerada, en mi opinión.
Llegamos al desvío, giré y al poco enfilamos
el camino bordeado de palmeras nuevas.
- ¿Quieres que me acerque mañana al pleno?
–preguntaba el visitante al jefe en perfecto español con acento andaluz, de la mismísima
Roca.
- No, no hace falta. Lo tenemos todo
controlado. Tan pronto nos den los papeles metemos las máquinas y a trabajar. Tú
asegúrate que los tuyos preparen la mosca y que nos cedan ya los contratos de
compraventa…
- Perdona que te interrumpa -le cortó el encorbatado
pollo al patrón-, nosotros no soltamos un penique hasta que no tengáis todas
las licencias y los permisos en orden. Oye, aunque yo no pueda estar te mando a
mi abogado por si os fuera de utilidad.
- No es necesario Richard…
- Pues va a ser que sí, te guste o no te
guste.
- Quédate tranquilo que el alcalde come de
nuestra mano. Está todo cerrado...
- Estoy muy tranquilo Demetrio, muy
tranquilo. ¿Debería inquietarme por algo?
- Por nada Richard, por nada. ¿Si quieres
subimos un cinco por ciento? –contraatacó el patrón.
- No, con cincuenta millones cada chalet está
bien. Ya hemos distribuido la lista con los precios…
- Correcto. Mejor no tocar las listas
–respondió el patrón-. Pero Ricardo, dime cuantos hay ya hombre…
- Tenemos unos cien precontratos firmados.
Casi todos de la costa, aunque la campaña en serio con los médicos no ha
empezado todavía. Ya sabes que lo de la carretera es básico y las ambulancias
también. Mándame las fotos de todo en cuanto las tengáis.
- Correcto. Tranquilo, que está todo
controlado. Tan pronto metamos las excavadoras, le pongo al centro de salud dos
UVIS móviles de esas. Es una bobada, con diez quilos lo arreglo. Ya hablo yo
con Teodoro…
Ya se veían las luces de la torre de
control entre los cartelones publicitarios y banderolas de las urbanizaciones. Aflojé
un poco la marcha y me dirigí a la zona del estacionamiento
Me preocupaba el que no entendía del
todo la “película”. Aunque tampoco era tan compleja la cosa: un pelotazo
inmobiliario. En Murcia. No había que tener muchos estudios para entenderlo. Decía mi jefe en ese momento:
-
¿Cuántos
crees que podéis colocar antes de empezar?
-
No
sé, no sé. La financiación al comprador está arreglada. La ponemos nosotros
desde Gibraltar, lo empaqueta la matriz, lo pinta de colores y lo colocamos. Pero
la venta sobre plano no es fácil. Y encima en un país extraño. Necesitamos las
fotos del piso piloto y urbanizar y tirar las calles lo antes posible. Los de
las batas tienen que empezar a pasarnos los datos en serio ya –decía el de los
Hermanos Limón.
-
¡A
ver si se nos van a morir antes de tiempo! –le respondió el patrón. Se rieron
ambos en grata armonía. Parecía que las tiranteces habían desaparecido.
-
Si saliera
bien la prueba, nos ayudaría mucho. El de Alabama está a punto de caramelo. Tiene
el corazón como una parra seca; y es hispano. Ya sabes, llega hoy… -dijo don
Richard.
-
Tú
a lo tuyo y déjanos eso a nosotros. El pinky ya sabe lo que tiene que hacer.
-
Bueno,
no te mosquees pisha, que ya sé que tú no fallas. Pero escucha, que no toque más
la tarifa y sobre todo que se dé prisa.
-
Correcto.
Déjame que lo hable con él y ya te digo.
¿El
pinky? A ése no le he llevado yo ningún regalito, me dije. Bueno, será de la
administración central.
Tomé la desviación circunvalando con
gracia las rotondas de sentido único de la entrada. Acto seguido aparqué frente
a la terminal de salidas. No tiene mucho movimiento el aeródromo pero ese día
es que no había nadie. Bueno sí, los coches de los controladores y de los camareros
estaban en el parking junto con varios taxis en la parada.
Bajé la ventanilla de mi lado y esperé a
que se decidieran. Se bajaron ambos, cada uno por su lado y se acercaron hablando
al portón de cristal que da acceso al moderno edificio. Debía de tener mucho
mando en plaza el capitalista este. No recordaba yo de nadie que interrumpiera
ni que le hablara así al patrón. Exceptuando a su mujer claro, pero eso es otra
historia.
El socio me parecía un tío extraño y
peligroso; debajo de las cremas faciales y aftershaves no tenía ningún olor, no
olía a nada. Era inquietante. No era normal, para nada.
Siguieron hablando un rato y mister Ricardo
Cuellosucio le pasó un papelillo amarillo arrugado al jefe. Se dieron la mano y
se separaron; el patrón volvió al coche y el otro entró a la terminal
reluciente y vacía en busca de su Falcon privado.
Vino el jefe de vuelta. Esperé a que se
subiera en el asiento de atrás. Una vez acomodado, se rascó y se colocó entre y
por la entrepierna, con cariño, y me ordenó:
- Arranca, a la derecha en la tercera que
encuentres.
Metí primera, segunda… Continué hasta la
tercera rotonda y giré. Me gritó:
- Segunda. Izquierda.
- Sí patrón.
Después me dijo.
- Recto, segunda derecha.
- Vale.
Obedecí y cuando ya empezaba a
molestarme, gritó:
- Al Luz Divina. ¡Ya!
- Sí jefe.
Por fin una instrucción con sentido, pensé.
Es cansino su estilo de dirección inmediato.
Volvimos a Murcia en silencio. De nuevo
el paisaje con las banderolas al viento de las promociones, las grúas y las
huertas a la espera de su turno para dejar su pasado agrícola y convertirse en urbanas.
Vallas publicitarias de gran formato con
el lema: “Agua para todos”, dificultaban
la vista de los campos de golf en construcción y siembra. Tráfico fluido hasta
el final. Tras la bifurcación, entrada en la ciudad. Callejeamos y al rato
llegamos a nuestro destino: el Hospital Universitario de la Princesa Luz Divina
(o de la Princesa de la Luz Divina según los monárquicos). Paré en la entrada
principal, le abrí, se bajó y me dijo:
- Vale, vete ya niño. No me esperes…
Le miré entrar con paso firme y me daba a mí que no iba precisamente a
hacerse unos análisis de sangre. Algo pasaba y más me valía enterarme. Medité sobre
que no me hiciera esperar. Vivía a tiro de piedra, pero aun así no era
habitual. Bueno, vale por hoy, me dije. Mientras esquivaba una camilla marcha
atrás unos golpes en el cristal me sobresaltaron: otra vez él. Bajé la
ventanilla:
- Giner, error, se me olvidaba, vuelve al
aeropuerto y me recoges a…–miró un post it y añadió-: al señor Wilson José Pepito
Mis. Ya mismo.
- Pero jefe, si me ha dicho que me fuera
ya. No me joda ahora… -respondí sabiendo que era una mera formalidad mi queja,
pero que se esperaba.
- Anda, anda, no rojees…. Le llevas
después al hostal El Desconchón. Tiene reserva. Ayúdale en lo que puedas y
luego te puedes ir… -y me tiró el papel amarillo.
Y vuelta “pallá”. Empezaba a cansarme lo
de la lanzadera al aeropuerto. A los lados, los cartelones con el lema: “Ahora Nosotros. Murcia por la
Biodiversidad y la Reforestación” ocultaban las resecas laderas de las
colinas. ¡Mierda “pa” todas las masas forestales del universo!, maldije en
silencio.
Llegué y aparqué. Entré y como el
luminoso de llegadas indicaba que había retraso en el vuelo de las doce desde Londres me fui al snack bar.
- Un Sheridan con leche condesada por
favor, sin hielo.
Me fui andando a la sala de llegadas. Miré
el post-it: ininteligible. Por
la puerta corredera, diseñada para incomodar a los esperantes con sus abre y
cierres automáticos que aumentan la
emoción, los viajeros salían a su bola.
Tenía que ser ése. Un gordo vestido con
camisa Hawái y pantalones de golf a cuadros. Pero no estaba solo. A su lado,
empujando un “trolley” cargado hasta los topes, otra gorda. Pero gorda gorda,
como sólo una dieta exclusiva de hamburguesas dobles con queso es capaz de producir.
Blanca lechosa de piel. Vestida a tono. Me fui hacia él y le pregunté:
- ¿Mister Pepito? –
Se rió el orondo de manera hilarante,
risible cómico y jocosa a la vez. Me respondió:
-
Mister Chepito. Wilson Joseph Chepito.
Me sonaba de algo. A percusión latina.
No pude profundizar pues me largó un:
- ¿Tú, Siniés “nou”? –y señalando a su
pareja añadió-: Ella, Misis Chepito, Jane Forever de soltera, mi “sielo”… -y
otra vez a reírse.
Le entró un ataque: asma, tos de minero
o algo así. Ésta debía ser la Miss.
Volví a mirar el papelillo amarillo y allí estaba: Señor Wilson Hosé Chepito
Mis. ¿Y qué más me da uno que dos?, pensé. Asentí y agarré el furgón del
equipaje de las manos de la Jane. Les dije:
-
“Con, con. To de parking, rum,
rum…, iu nou”
- Yaeh, sí, vamos contigo, come darling… Oye, que yo hablo espaniol...
- Deme el carro señora…
Hablan cristiano, pensé. Claro, aquello
fue nuestro y la huella histórica se les nota. No sin dificultad, yo por la
carga y él por su estado físico, nos dirigimos al coche. Renqueaba, gemía y
tosía de forma simultánea y sucesiva. Tras varias paraditas llegamos. A pesar
de su insistencia en subir delante les acomodé a ambos en los asientos
traseros; y a la carga en el maletero.
En el camino a la ciudad, cómo no
paraban de reírse, señalar los prados secos como si fueran el museo del Prado y
pedirme direcciones para tomar “bogavantes y gambón del mar Menor” subí el
cristal separador y me concentré en la conducción. Cuanto antes me los quitara
de en medio mejor.
En el silencio resultante pensé que aquello no cuadraba: el patrón les cede su
buga a dos mindunguis joviales. Y encima no sabe si vienen uno o dos. Serán
clientes, pero vamos no eran los Pitt exactamente. Raro, raro, raro…
Sin incidentes recorrimos la autopista y
el casco urbano y llegamos a la pensión El Desconchón. Mala hasta para mi ciudad.
Les dejé con las maletas en la acera y avisé a recepción de la llegada de sus
clientes. No me sonaba a mí que hubiera ascensor y no estaba yo para hacer de
sherpa. Sin más y despidiéndome con la mano me subí.
- Adiós, bie, Siniés. Gracias amigo. No
problema… -me decía de pie en la sucia calle, entre toses y carraspeos salicílicos,
el gordo de la pareja de gordos.
Cuando ya daba marcha atrás para salir,
unos golpes en el cristal me hicieron bajar la ventanilla. Era ella la Jane,
agitando en su mano un billete verde. Me decía:
-
Thank you very much, darling, fantastic tryp…
Negué vehemente con la cabeza mientras
lo apresaba con la mano y balbucí una excusa para no parecer descortés:
-
“No nid,
ladi, no nid”. Excuse me
pero tengo unos michirones en remojo, “bins iu nou”, y no desearía que se me pasasen de
punto.
-
Fantastic,
darling, exciting…
Miré y eran diez dólares usa. Bueno,
“pal” saco el billete verde.
¿Yanquis? Hasta donde conocía, nunca antes
los había tocado el jefe en ventas de
propiedades inmobiliarias. Su mercado natural son los alemanotes, francesitos o
los hijos de Albión, ¿pero norte americanos? Todo aquello se me escapaba y,
porque no decirlo, me incomodó; sobrecargaba mis circuitos cerebrales y me
abrumaba. Sonaba a conspiración bizantina y necesitaba estar solo para
repasarlo y aprehender la verdad. O la menos mentira.
Me dirigí al garaje donde reposaba el
coche cuando no estaba de servicio. Aparqué a Lurdes en su plaza doble del
sótano de la oficina comprobé el correo, siete spam, y tras arrancar mi Minelli Kappa sin
incidencias, salí a la calle.
Mientras conducía pensaba en la
excursión del domingo. Por fin iba a tener una cita con ella. Lo habíamos
hablado por teléfono y a la doce habíamos quedado en la puerta del híper de
Cabo de Palos para ir a la playa. Cuando propuse ir los dos en Luigina me
respondió:
- Gracias Ginés, me encantaría un paseo en
moto, pero habrá que llevar sombrilla ¿no...?
Acordamos que en su coche que mi burra
con dos, ratea. A una cala desierta. Con nevera marinera y su sombrilla. Y ya
se vería. Hay, Úrsula, si tú quisieras, ¡qué no pasaría entre nosotros!
Y con estos placenteros pensamientos en
la cabeza esquivé a un ingenuo peatón que cruzaba imprudente por un paso de
cebra y me fui a mi cubil a descansar y, de proceder, a aliviarme los picores.
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