domingo, 21 de octubre de 2012

CINCUENTA MIL MILLONES A PACHAS. Jueves 28 de Agosto


La luz del día me deslumbró. Me giré sobre el lecho pensando si no sería mejor dormir con gafas de sol ya que lo de ponerle un cartón al ventanal se demoraba. Ya se vería, me dije. Me había despertado empalmado con el recuerdo de su olor nórdico, de sus olores.

 Me levanté y fui a la cocina sorteando las pilas de libros apilados sobre la tarima y miré el contenido de la despensa: café en polvo, arenques en salsa de mostaza, pepinillos dulces en salmuera y un embutido alemán naranja que en la confusión de la compra en el híper y la caída había tomado por butifarra catalana. Me tiene frito esta niña, pensé.

Tenía una forma de contactarla y rebusqué en el chaleco: en la tarjeta arrugada que saqué, aparte de dirección, correo electrónico y teléfono, figuraba su nombre: ÜRSULA. Deduje que se llamaba Úrsula y que debía ser nórdica-escandinava.

Decidí que valía la pena intentar dar un palo y pedirle una indemnización por daños.

Llamé: una voz grabada en español con marcado acento, informó que era la Fundación UNTRUSBURGEBBORG, o eso entendí, y que su horario era de 7 a 13 horas. Al terminar la grabación su contenido acrecentó mis sospechas. Nadie está en su puesto a las siete de la mañana en este país, ni debería estarlo en ningún otro, pensé.

Aquello era inquietante. Pero el posible dinerito y el recuerdo de la combinación de olores me llevaron a perseverar. Me dije que en cuando la pillara reclamaría mis derechos compensatorios. No lo sabía entonces, pero confundía sensaciones.

Logré superar a la señora Ros en la carrera matinal por el aseo comunitario y dediqué un tiempo a asearme intentando no mojar la costra de la rodilla. Maldije mi despiste y el accidente motero, pero tampoco era para tanto, pensé. Al salir, los cuatro de la cola me miraron con asco.

Ya en casa desayunando me dije que debería ponerme un pantalón antes de ir al baño. Acabé con mis cosas y me fui al Torrezno. Una vez allí junto con Sergio el Rubio y el enano Nicomedes apañamos una factura de reparación para Luigina por trescientos pavos. Si cuela, cuela, pensé. Me despedí, les prometí a ambos una comisión si salía bien el asunto y seguí camino al curro.

 

Por la tarde pude escaparme ya que el jefe se había ido a las rebajas de verano con su señora. Salí en moto y callejeando me dirigí al a la dirección que en la tarjeta figuraba: pasaje de las Reales Ordenanzas nº 3. Estaba lejos y tardé un buen rato en llegar. Tanto esfuerzo se reflejará en la cuantía de la compensación, me dije. A ésta se la tengo que meter doblada, pensé.

Al llegar puse la pata de cabra y me aposté en la acera a mirar y esperar. Era una calle con solera y un portal con espacio de giro interior suficiente para la maniobra más complicada que se pueda imaginar de un carro de labor con sus mulas. La suerte me fue propicia, o eso pensé en aquel momento, y a la media hora escasa salió del edificio y se paró en la acera mirando, como para cruzar la calle. Enfrente estaba un bar, el Mesón del Embutido Curadito como posible destino.

Vestía falda jipiosa a colores, camisa blanca, pañuelo sanferminero y chanclas con lazos a los pies. Salí de detrás del árbol en que me había medio escondido y salude. Tras el susto y un intento de huida inicial se paró frente a mí. Me observó, remiró, se confirmó en su identificación y tras serenarse, me preguntó cómo estaba, si me había recuperado, si me dolía y otras bobaditas de esas y me sorprendió con un:

-       ¿Me aceptarías un café?

-       Un placer, señorita Úrsula –dije enseñándole su tarjeta-. ¿Puede ser una birra?

Ella se echó a reír. Señaló con la mano el local de restauración y asentí con la cabeza. No me salían las palabras. Cruzamos sin mirarnos y entramos. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Cara a cara y en corto su olor me enajenó de nuevo. Ni la potencia combinada de la sobrasada, el chiquillo, el imperial de rosco y a la butifarra huertana que dominaban el ambiente ocultaban sus efluvios a galletas de crema y a úrsidos salvajes sobre témpanos en primavera. Pidió un té y una cerveza, a un camarero con mandil sucio de color gris triste y cara a juego, y esperamos.

Ella se lanzó a la charla, en ejercicio de su condición de extranjera, y yo sólo se los miraba con disimulo. Como seguía excusándose por su imprudencia al dejar el carro de la compra en el carril de circulación, no me acusaba del montaje y no mencionaba restitución alguna de productos me calmé un poco. Habló ella de nada un mucho y yo no podía dejar de olerla. Al rato me preguntó que a cuánto ascendía la reparación de la moto y me sorprendí respondiendo:

-       No lo sé. No me lo han dicho todavía. No parece mucho. Ya le informaré señorita.

-          Bueno, ya me dirás. Pero por favor llámame Ürsula, que suena a mayor lo de señorita –me dijo sonriendo.

-          Seguro que sí, jovencita –respondí azorado.

Acabó ella su té y galletas y yo mi doble de cerveza con tapa de garbanzos con chorizo. Pagó y, tras contenerme para no apropiarme de la generosa propina que se marcó, salimos a la calle. Es ahora o nunca, pensé, y al despedirme dije:

-       Si quieres, te llevo a la playa el sábado. Entre semana no me es posible porque estoy preparando oposiciones y es mi programa de estudios extremo y exigente.

-          No puedo, muchas gracias de todas formas.

Cómo no la veía convencida del todo cuando ya se había vuelto para irse, de un manotazo me quité el costrón de la rodilla. Me alejé exagerando la cojera y a los dos pasos fingí un repentino dolor en las piernas y grité. Miré para atrás. Ella me había oído, se había vuelto y parecía que se sonreía. Se quitó el pañuelo del cuello enseñando un hombro gimnástico y se acercó. Se agachó y  me restañó la sangre de la herida. Me la imaginé vestida de enfermera. Me gustó.

Me dejé curar aguantando su aroma y sin llorar. Insistí en lo de la playa juntos el sábado y no respondía. Al acabar con la cura me hizo un torniquete de dos vueltas rematado en lazada príncipe de gales. Aproveché la postura y lo volví a intentar:

-       Venga, seguro que no la conoces. Es una cala –le dije. Me miró desde abajo y respondió:

-          OK, por que no. Pero el sábado no puedo; el domingo si te viene bien. Por cierto ¿cómo te llamas?

-          Giner, para servirla –dije inclinando la cabeza.

-          Bueno Ginés, nos vemos el domingo. Tienes mi número, ¿no? Nos llamamos…

Disimulando la emoción y un escalofrío sensual, le di el mío, lo apuntó en una agenda de tapas floreadas y volvió a sonreírme. Subí a Luigina, me puse el calimero, arranqué y me marché. Aquí puede haber tema, pensé.

 

Conducía el Lurdes por la autovía con el climatizador a dieciocho grados y escuchaba a mis pasajeros. Decía el patrón a su acompañante:

-       Mil chabolos a cincuenta kilos cada uno, cincuenta millardos. Quítale obra, urbanización, promoción, tasas y otros y mucho se nos tienen que estropear las cosas para que no nos quede limpio un veinte por ciento. Diez mil millones.

-       A pachas pisha –le respondió éste con un acento que no supe identificar.

-       Correcto. Claro, claro. Fifty-fifty. Doblemente correcto.

¡Diez mil millones de pesetas limpios! Sesenta millones de euracos. Un fortunón.

Vaya cambio, pensé, de doscientos chalets a mil. ¡Mil! De ésta al grupo de los promotores selectos, al PS20 fijo.

El coche ronroneaba camino al aeropuerto internacional de San Javier donde esperaba para llevarle de vuelta a Londres el jet privado del socio: Mister Richard S. Dirtyneck Matarromero (o traducido: Don Ricardo Cuellosucio Killrosemary).

A ambos lados de la carretera, que desde la capital del antiguo Reino de Murcia lleva al aeródromo, grúas, casetas, urbanizaciones en curso, banderolas, pendones al viento, cartelones publicitarios y pisos pilotos jalonaban el trayecto. Dentro de poco iban a ser la envidia del sector. Mil chalets cada grupo, hotel, campo de golf, supermercado de conveniencia, restaurantes…

Y con socios extranjeros para mayor relumbrón. Y todo ello gracias a la iglesia y a la corporación municipal del Valle del Chipote que están a la que salta.

 

Todo se había precipitado, recordé. Llevábamos ya semanas bebiendo chatos, cafés y una caña en el bar-colmado casa san Dimas pre comprando el jefe las tierras y huertos secos del valle a los vecinos. Lo teníamos casi listo para empezar las obras cuando el alcalde nos convocó junto a don Abundio, por sorpresa y en modo urgente, a la casa consistorial para:

-       Una “cosa de mucha enjundia” –dijo.

Y allá fuimos. Tras las bobadas y pasamanos de rigor soltó la bomba-:

-          ¿No son pocos unos cienes? ¿Qué les parecen dos mil, eh? Si tienen huevos mismamente.

Pregunta capciosa, pensé. El patrón no se arredró. Respondió:

-          Claro que sí, hombre, claro que sí. Dos mil, con campo de golf y lago artificial. Pero ¿ya me explicas tú cómo lo “arrebujamos” todo junto ahí abajo?

Se rió Teodoro. Y lo largó todo. Si bien ya habíamos apalabrado-comprado casi todo el terreno a los vecinos (incluyendo a varios de los miembros del consistorio en su calidad de personas humanas), era el propio municipio el dueño de las laderas del monte que se extendían en bancales desde abajo en el valle y a los lados del camino de subida al pueblo.  

Se le había escapado el tema al patrón. Al parecer cuando lo de la desamortización de las tierras de la iglesia en un siglo pasado, el pueblo ya estaba tan a trasmano de todo y su función defensiva contra el sarraceno Saladino tan obsoleta que no hubo postulantes en la subasta regalo de esas propiedades. ¡Ni siquiera la nobleza! Y se lo quedó el propio consistorio para él mismo en una jugada maestra. Las dos secas laderas de los montes eran suyas: por cuatro mil reales de vellón y unas misas.

Ya hacía tiempo de eso pero la propiedad es la propiedad y no se pierde sin motivo. Durante décadas sirvieron de pastos comunales e incluso se intentó el siglo pasado lo del cultivo del almendro y la mandarina, pero no les funcionó.

Y ahora lo querían rentabilizar. Desde que se inventó y promulgó lo de la Ley del Suelo hacía unos años, todo el terreno era urbanizable, salvo la iglesia del siglo XIV y una zona de nidificación de rapaces.

-       ¿Qué tal unas setenta y cinco hectáreas para cada uno? ¿Les cabe todo? –dijo Teodoro-. Con licencia de obras por supuesto. Del precio y ayudas ya hablaremos...

Ambos dieron el sí al alcalde sin dudarlo, que contaran con ellos. Era un sueño, en colores que no en blanco y negro. Tierras y licencias a la vez. Irresistible.

 

Pero tal vez un poco grande para meros prohombres locales. El patrón se lanzó pero no solo. Era tanta la pasta en juego en la operación que se contentaba con la mitad. Y así fue como, vía empresa de relaciones públicas y contactos caros, buscó y encontró a un grupo inversor foráneo con ganas de meter baza en la fiesta.

Fue rápido; el dinero barato seguía fluyendo como si se hiciera en casa y el negocio era redondo. Unieron sus fuerzas: la mercantil: Bellotas y Mandarinas s.l., Demetrio’s Group del patrón y la Real State Inmobiliaria Lima Limón Limited, que resultó ser la sucursal en Gibraltar de una compañía de un grupo bancario británico.

Parecía un matrimonio perfecto.

Financiación asegurada por un banco y además algún cliente foráneo caería de por allí.

Por el lado del jefe, pues eso, la tierra, el conocimiento local y los ladrillos.

Vino don Richard desde Gibraltar con un par de abogados y tras unos viajes de reconocimiento al Valle del Chipote, presentación al alcalde, repaso de las escrituras medievales y unas comidas con postre caliente se firmaron los acuerdos.

El grupo rival de don Abundio también buscó ayuda: una empresa de la capital.

Ya eran dos competidores; compañeros y enemigos; colegas y rivales a muerte. Después se negoció con dureza, a fondo, entre  ellos:

-       ¿Cara o cruz?

-       ¡Cara!

-       Paf.

Y se repartieron las laderas. Nos tocó el Occidente, desde la ermita de la virgen hasta lo alto de la sierra. El Oriente desde el heliógrafo óptico todo “parriba”, suyo. El sendero de subida al pueblo serviría de linde natural.

Luego se le dijo que sí a don Teodoro y se acordaron precios y coste de la intermediación para el elenco de concejales. Como en el caso de la compra de las tierras a los vecinos el pago inicial era sólo parcial y el grueso de la pasta se daría cuando se cumpliera la condición suspensiva: las licencias y sus papeles.

Por la tarde, en el salón Rouses, entre ambos grupos y el alcalde se diseñó el proyecto en una servilleta sucia de patatas y huevos. Se acordó que ambas urbanizaciones irían escalonadas en las laderas del monte, con vistas y mucha luz. Los servicios, lago artificial, campo de golf y demás tonterías abajo.

Así el viejo pueblo quedaría arriba en el altozano, las laderas a ambos lados “chaleteadas” en un par de miles, a conveniencia, y en el valle las zonas y servicios comunes.

La ermita de la virgen y el heliógrafo óptico ni tocarlos, que era lugar de peregrinación y fervor la una y muestra del progreso y la tecnología el otro. Se aceptó el hacer rotondas de paso circunvalándoles.

No habría playa, pero el microclima compensaría. A cuarenta y tres grados a la sombra

 

Esquivé por los pelos un camión de transporte de animales vivos. En caso de siniestro fatal las victimas le hubieran complicado las estadísticas al ministerio, me dije. Dejé de recordar, me concentré en la conducción y puse la oreja a ver lo que pillaba.

Escuchaba yo su charla gracias al ingenioso sistema de comunicaciones del jefe. Micrófonos y equipo de grabación ocultos vamos. Lo usaba para grabar a aquellos que se metían en tratos con él y a los cuales recogía yo para llevarles a nuestras oficinas. La experiencia había demostrado su utilidad ya que los últimos flecos, precios y condiciones se solían revisar en ese trayecto previo al cierre de las negociaciones y firma. Esas grabaciones, que yo diligente entregaba nada más llegar a destino, y que él escuchaba mientras se les ofrecían café y taquitos de jamón a la contraparte, le había conferido un aura de perspicacia en los negocios brutal. Fama en cierto modo inmerecida o cuanto menos exagerada, en mi opinión.

Llegamos al desvío, giré y al poco enfilamos el camino bordeado de palmeras nuevas.

-       ¿Quieres que me acerque mañana al pleno? –preguntaba el visitante al jefe en perfecto español con acento andaluz, de la mismísima Roca.

-       No, no hace falta. Lo tenemos todo controlado. Tan pronto nos den los papeles metemos las máquinas y a trabajar. Tú asegúrate que los tuyos preparen la mosca y que nos cedan ya los contratos de compraventa…

-       Perdona que te interrumpa -le cortó el encorbatado pollo al patrón-, nosotros no soltamos un penique hasta que no tengáis todas las licencias y los permisos en orden. Oye, aunque yo no pueda estar te mando a mi abogado por si os fuera de utilidad.

-       No es necesario Richard…

-       Pues va a ser que sí, te guste o no te guste.

-       Quédate tranquilo que el alcalde come de nuestra mano. Está todo cerrado...

-       Estoy muy tranquilo Demetrio, muy tranquilo. ¿Debería inquietarme por algo?

-       Por nada Richard, por nada. ¿Si quieres subimos un cinco por ciento? –contraatacó el patrón.

-       No, con cincuenta millones cada chalet está bien. Ya hemos distribuido la lista con los precios…

-       Correcto. Mejor no tocar las listas –respondió el patrón-. Pero Ricardo, dime cuantos hay ya hombre…

-       Tenemos unos cien precontratos firmados. Casi todos de la costa, aunque la campaña en serio con los médicos no ha empezado todavía. Ya sabes que lo de la carretera es básico y las ambulancias también. Mándame las fotos de todo en cuanto las tengáis.

-       Correcto. Tranquilo, que está todo controlado. Tan pronto metamos las excavadoras, le pongo al centro de salud dos UVIS móviles de esas. Es una bobada, con diez quilos lo arreglo. Ya hablo yo con  Teodoro…

Ya se veían las luces de la torre de control entre los cartelones publicitarios y banderolas de las urbanizaciones. Aflojé un poco la marcha y me dirigí a la zona del estacionamiento

Me preocupaba el que no entendía del todo la “película”. Aunque tampoco era tan compleja la cosa: un pelotazo inmobiliario. En Murcia. No había que tener muchos estudios para  entenderlo. Decía mi jefe en ese momento:

-          ¿Cuántos crees que podéis colocar antes de empezar?

-          No sé, no sé. La financiación al comprador está arreglada. La ponemos nosotros desde Gibraltar, lo empaqueta la matriz, lo pinta de colores y lo colocamos. Pero la venta sobre plano no es fácil. Y encima en un país extraño. Necesitamos las fotos del piso piloto y urbanizar y tirar las calles lo antes posible. Los de las batas tienen que empezar a pasarnos los datos en serio ya –decía el de los Hermanos Limón.

-          ¡A ver si se nos van a morir antes de tiempo! –le respondió el patrón. Se rieron ambos en grata armonía. Parecía que las tiranteces habían desaparecido.

-          Si saliera bien la prueba, nos ayudaría mucho. El de Alabama está a punto de caramelo. Tiene el corazón como una parra seca; y es hispano. Ya sabes, llega hoy… -dijo don Richard.

-          Tú a lo tuyo y déjanos eso a nosotros. El pinky ya sabe lo que tiene que hacer.

-          Bueno, no te mosquees pisha, que ya sé que tú no fallas. Pero escucha, que no toque más la tarifa y sobre todo que se dé prisa.

-          Correcto. Déjame que lo hable con él y ya te digo. 

¿El pinky? A ése no le he llevado yo ningún regalito, me dije. Bueno, será de la administración central.

Tomé la desviación circunvalando con gracia las rotondas de sentido único de la entrada. Acto seguido aparqué frente a la terminal de salidas. No tiene mucho movimiento el aeródromo pero ese día es que no había nadie. Bueno sí, los coches de los controladores y de los camareros estaban en el parking junto con varios taxis en la parada.

Bajé la ventanilla de mi lado y esperé a que se decidieran. Se bajaron ambos, cada uno por su lado y se acercaron hablando al portón de cristal que da acceso al moderno edificio. Debía de tener mucho mando en plaza el capitalista este. No recordaba yo de nadie que interrumpiera ni que le hablara así al patrón. Exceptuando a su mujer claro, pero eso es otra historia.

 El socio me parecía un tío extraño y peligroso; debajo de las cremas faciales y aftershaves no tenía ningún olor, no olía a nada. Era inquietante. No era normal, para nada.

Siguieron hablando un rato y mister Ricardo Cuellosucio le pasó un papelillo amarillo arrugado al jefe. Se dieron la mano y se separaron; el patrón volvió al coche y el otro entró a la terminal reluciente y vacía en busca de su Falcon privado.

 

Vino el jefe de vuelta. Esperé a que se subiera en el asiento de atrás. Una vez acomodado, se rascó y se colocó entre y por la entrepierna, con cariño, y me ordenó:

-       Arranca, a la derecha en la tercera que encuentres.

Metí primera, segunda… Continué hasta la tercera rotonda y giré. Me gritó:

-       Segunda. Izquierda.

-       Sí patrón.

Después me dijo.

-       Recto, segunda derecha.

-       Vale.

Obedecí y cuando ya empezaba a molestarme, gritó:

-       Al Luz Divina. ¡Ya!

-       Sí jefe.

Por fin una instrucción con sentido, pensé. Es cansino su estilo de dirección inmediato.

Volvimos a Murcia en silencio. De nuevo el paisaje con las banderolas al viento de las promociones, las grúas y las huertas a la espera de su turno para dejar su pasado agrícola y convertirse en urbanas.

Vallas publicitarias de gran formato con el lema: “Agua para todos”, dificultaban la vista de los campos de golf en construcción y siembra. Tráfico fluido hasta el final. Tras la bifurcación, entrada en la ciudad. Callejeamos y al rato llegamos a nuestro destino: el Hospital Universitario de la Princesa Luz Divina (o de la Princesa de la Luz Divina según los monárquicos). Paré en la entrada principal, le abrí, se bajó y me dijo:

-       Vale, vete ya niño. No me esperes…

Le miré entrar con paso firme  y me daba a mí que no iba precisamente a hacerse unos análisis de sangre. Algo pasaba y más me valía enterarme. Medité sobre que no me hiciera esperar. Vivía a tiro de piedra, pero aun así no era habitual. Bueno, vale por hoy, me dije. Mientras esquivaba una camilla marcha atrás unos golpes en el cristal me sobresaltaron: otra vez él. Bajé la ventanilla:

-       Giner, error, se me olvidaba, vuelve al aeropuerto y me recoges a…–miró un post it y añadió-: al señor Wilson José Pepito Mis. Ya mismo.

-       Pero jefe, si me ha dicho que me fuera ya. No me joda ahora… -respondí sabiendo que era una mera formalidad mi queja, pero que se esperaba.

-       Anda, anda, no rojees…. Le llevas después al hostal El Desconchón. Tiene reserva. Ayúdale en lo que puedas y luego te puedes ir… -y me tiró el papel amarillo.

Y vuelta “pallá”. Empezaba a cansarme lo de la lanzadera al aeropuerto. A los lados, los cartelones con el lema: “Ahora Nosotros. Murcia por la Biodiversidad y la Reforestación” ocultaban las resecas laderas de las colinas. ¡Mierda “pa” todas las masas forestales del universo!, maldije en silencio.

Llegué y aparqué. Entré y como el luminoso de llegadas indicaba que había retraso en el vuelo de  las doce desde Londres me fui al snack bar.

-       Un Sheridan con leche condesada por favor, sin hielo.

 

Me fui andando a la sala de llegadas. Miré el post-it: ininteligible. Por la puerta corredera, diseñada para incomodar a los esperantes con sus abre y cierres automáticos que  aumentan la emoción, los viajeros salían a su bola.

Tenía que ser ése. Un gordo vestido con camisa Hawái y pantalones de golf a cuadros. Pero no estaba solo. A su lado, empujando un “trolley” cargado hasta los topes, otra gorda. Pero gorda gorda, como sólo una dieta exclusiva de hamburguesas dobles con queso es capaz de producir. Blanca lechosa de piel. Vestida a tono. Me fui hacia él y le pregunté:

-       ¿Mister Pepito? –

Se rió el orondo de manera hilarante, risible cómico y jocosa a la vez. Me respondió:

-       Mister Chepito. Wilson Joseph Chepito.

Me sonaba de algo. A percusión latina. No pude profundizar pues me largó un:

-       ¿Tú, Siniés “nou”? –y señalando a su pareja añadió-: Ella, Misis Chepito, Jane Forever de soltera, mi “sielo”… -y otra vez a reírse.

Le entró un ataque: asma, tos de minero o algo así.  Ésta debía ser la Miss. Volví a mirar el papelillo amarillo y allí estaba: Señor Wilson Hosé Chepito Mis. ¿Y qué más me da uno que dos?, pensé. Asentí y agarré el furgón del equipaje de las manos de la Jane. Les dije:

-       “Con, con. To de parking, rum, rum…, iu nou”

-       Yaeh, sí, vamos contigo, come darling… Oye, que yo hablo espaniol...

-       Deme el carro señora…

Hablan cristiano, pensé. Claro, aquello fue nuestro y la huella histórica se les nota. No sin dificultad, yo por la carga y él por su estado físico, nos dirigimos al coche. Renqueaba, gemía y tosía de forma simultánea y sucesiva. Tras varias paraditas llegamos. A pesar de su insistencia en subir delante les acomodé a ambos en los asientos traseros; y a la carga en el maletero.

En el camino a la ciudad, cómo no paraban de reírse, señalar los prados secos como si fueran el museo del Prado y pedirme direcciones para tomar “bogavantes y gambón del mar Menor” subí el cristal separador y me concentré en la conducción. Cuanto antes me los quitara de en medio mejor.

En el silencio resultante pensé que  aquello no cuadraba: el patrón les cede su buga a dos mindunguis joviales. Y encima no sabe si vienen uno o dos. Serán clientes, pero vamos no eran los Pitt exactamente. Raro, raro, raro…

Sin incidentes recorrimos la autopista y el casco urbano y llegamos a la pensión El Desconchón. Mala hasta para mi ciudad. Les dejé con las maletas en la acera y avisé a recepción de la llegada de sus clientes. No me sonaba a mí que hubiera ascensor y no estaba yo para hacer de sherpa. Sin más y despidiéndome con la mano me subí.

-       Adiós, bie, Siniés. Gracias amigo. No problema… -me decía de pie en la sucia calle, entre toses y carraspeos salicílicos, el gordo de la pareja de gordos.

Cuando ya daba marcha atrás para salir, unos golpes en el cristal me hicieron bajar la ventanilla. Era ella la Jane, agitando en su mano un billete verde. Me decía:

-          Thank you very much, darling, fantastic tryp…

Negué vehemente con la cabeza mientras lo apresaba con la mano y balbucí una excusa para no parecer descortés:

-          “No nid, ladi, no nid”. Excuse me pero tengo unos michirones en remojo, “bins iu nou”, y no desearía que se me pasasen de punto.

-          Fantastic, darling, exciting…

Miré y eran diez dólares usa. Bueno, “pal” saco el billete verde.

¿Yanquis? Hasta donde conocía, nunca antes los había tocado el jefe en  ventas de propiedades inmobiliarias. Su mercado natural son los alemanotes, francesitos o los hijos de Albión, ¿pero norte americanos? Todo aquello se me escapaba y, porque no decirlo, me incomodó; sobrecargaba mis circuitos cerebrales y me abrumaba. Sonaba a conspiración bizantina y necesitaba estar solo para repasarlo y aprehender la verdad. O la menos mentira.

Me dirigí al garaje donde reposaba el coche cuando no estaba de servicio. Aparqué a Lurdes en su plaza doble del sótano de la oficina comprobé el correo, siete spam, y tras arrancar mi Minelli Kappa sin incidencias, salí a la calle.

 

Mientras conducía pensaba en la excursión del domingo. Por fin iba a tener una cita con ella. Lo habíamos hablado por teléfono y a la doce habíamos quedado en la puerta del híper de Cabo de Palos para ir a la playa. Cuando propuse ir los dos en Luigina me respondió:

-       Gracias Ginés, me encantaría un paseo en moto, pero habrá que llevar sombrilla ¿no...?

Acordamos que en su coche que mi burra con dos, ratea. A una cala desierta. Con nevera marinera y su sombrilla. Y ya se vería. Hay, Úrsula, si tú quisieras, ¡qué no pasaría entre nosotros!

Y con estos placenteros pensamientos en la cabeza esquivé a un ingenuo peatón que cruzaba imprudente por un paso de cebra y me fui a mi cubil a descansar y, de proceder, a aliviarme los picores.

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