lunes, 24 de septiembre de 2012

LOS SONIDOS DEL CEMENTO.


Sonaba a obsceno: ¡Splatch!

El cemento fresco al caer sobre el ataúd hacía un ruido obsceno. Silencio. ¡Platch! Pausa. Recoger del montón, levantar la pala…, soltar: Splatch. Las campanas de la iglesia repicaron. Recogimiento, luz y calor. ¡Splach! Sol de agosto, gente, sollozos y sudor. Los abanicos luchaban contra la calima. Las hormigas voladoras daban vueltas entre el gentío ajenas al evento. No me parecía  un lugar adecuado para una primera cita. Se me iba la cabeza. Pobre chaval. Ayer de fiesta y hoy en el hoyo. Vaya marrón que has dejado, tontolaba.

Rasc…, pausa, ¡plach!  Inclinarse, recoger del montón, lanzar. Los enterradores, peto y botas pocero, seguían a lo suyo con un ritmo monótono, trágico e indiferente. El sudor les empañaba la cara y los monos.

Desde el poyete del apartado panteón al que me había subido y a la sombra de un ciprés lo vislumbraba todo. Tumbas descuidadas, estatuas para cadáveres con posibles, conejeras, mármoles sucios, flores y matojos secos. Cruces de hierro y rejas robinadas. El foco era el agujero; alrededor entreverados e incómodos, de pie, los familiares y amigos. Todo el pueblo estaba allí. Las hormigas voladoras seguían revoloteando molestas ajenas a todo. Incordiando entre cañizos caídos.

El cura en morado desentonaba entre la vestimenta de negros, trajes chaqueta de verano y  ropa de temporada de mercadillo. Los operarios de las palas a lo suyo…, splach!… Un cencerro redobló. Volví a pensar en el difunto. Tanto estudiar Nicasio ¿para qué?

Recordé los homenajes que nos habíamos corrido juntos y sonreí. ¡Y acompañados! Volví a sonreírme:

-       ¡Qué nos quiten los meneos, señor concejal! –le dije en ausencia.

Una señora me miró recelosa, recriminándome. Me encogí escondiendo mis bermudas granate y las chanclas. No era lo más apropiado para el momento, ya lo sabía, pero yo tenía una agenda.  

Serios y alicaídos, lo que quedaba del consistorio municipal aguantaba en primera fila la pena y el bochorno del verano murciano. Treinta y siete grados y no era el mediodía aún. Hoy volverá a pegar, pensé.

¡Splatch! Una paletada de cemento fresco cayó sobre el Cristo yacente de la tapa, manchando de gris al crucificado y salpicando la madera color roble libanés. ¡Toma ya!  ¿Lo han hecho aposta?

Mi patrón detrás de ellos, preocupado. No era para menos. El chaval había palmado sin firmar y se jugaba mucho en el envite. A su lado el abogado de color de los socios: Mister John Goodenought (mal traducido en  Juanito el  BastanteBueno).

Desde lo alto de mi tumba oteé el Valle y las laderas que subían hasta el pueblo. Al fondo, a lo lejos, la carretera. Miré al camino de polvo, con cipreses semisecos a las veras, por el que habíamos venido desde la iglesia, andando, penando, sudando. El párroco guiando; con devoción y maneras. Junto a él el sobrino del paquete de monaguillo portando la cruz de Calatrava en alto con esfuerzo y equilibrio. De seguido y llevada a hombros por los amigos de la peña, la caja; luego los padres, familiares, el consistorio, mujeres viejas llorando, hombres adustos…  

Cerraba el cortejo el cabo de la policía municipal con un perro mezcla de pastor alemán y punto filipino. Me examinó de arriba abajo y me dijo con la mirada:

-       Tienes carne de hostias y huesos de calabozo; ya te pillaré.

-       Una mierda para la guardia urbana y el sistema tributario español –le respondí mentalmente-. Todos sois iguales –me dije recordando al sub brigada Rufo.

Y allí estábamos encerrados en el mismo recinto: solar polígono catorce del proyecto, justo en frente de los vestuarios del futuro campo de golf.  Pasillos enjambados, visigóticos. Ah, ¡cómo lo iba a cambiar todo aquello el progreso! Si les dejaban claro…

Eché un vistazo a la colina  oriental del monte donde se levantaba la ermita de la Virgen de los Hitos. Allí terminaban las lindes de las tierras del patrón. Enfrente, al Oeste, la antigua torre del telégrafo óptico, el heliógrafo.

Los Otros, los rivales, tampoco habían fallado. Trajeados de oscuro. Se les marcaban los trozos húmedos y pegajosos de las camisas entre las axilas. El promotor enemigo cuchicheaba con su vecino: su abogado extranjero. No parecían abrumados; ni lo estaban. Ellos ya tenían su licencia de obras firmada. Por un cadáver.

Me impacientaba. Llegaba tarde a mi cita. ¿Cuánto va a durar esto? Qué manía lo de sellar el ataúd con cemento; es la moda, pensé, la época. Vaya mierda de burócratas autonómicos que teníamos. Ni somos egipcios ni se va a escapar. Hay que pensar en el dolor de los deudos. Vamos, digo yo. Además he quedado.

¡Plach!..., ¡splach!... La pasta gris volaba incesante, sin descanso. Silencio. Lloros reprimidos. Agitar de pies. Los abanicos zumbaban. Un niño cazaba a mano a las hormigas voladoras en su indiferente trajín. Su madre, al vuelo, le dio en el cogote. Buen cate, pensé. Sin malicia, para enseñarle urbanidad y respeto a los muertos.

Por fin uno de los currantes bajó al hoyo y con una llana rellenó huecos y alisó la mezcla sobre el ataúd. Silencio. Ras…, ras… Calor. Polvo. Lágrimas negras. El aroma y el rosa de las adelfas silvestres desentonaban. De un salto volvió arriba. Pidió la venia y el alcalde la concedió. Paletadas de  tierra rellenaron los huecos. Arrimaron la losa encima y la ajustaron, raspando. Recogieron sus palas y se marcharon. Alcancé a ver su logo impreso en rojo sobre el mono azul: El Buen Reposo s.l., servicios integrales.  

Junto a mí, los gemelos Curcumado y Godehardo se agitaban inquietos. Cerca, el enano Nicomedes y Sergio el Rubio se incordiaban mutuamente. El sacerdote acabó su oración y empezó a perorar. Su vista pasaba de la desconsolada familia al hoyo y de éste al alto azul. Un avión pasó a lo lejos y ensució el cielo con su estela. Unas palabras me distrajeron:

-       ¿Pero qué les dice ahora? ¡Qué estén alegres! A la madre. Qué ya está en un lugar mejor. Éste es un “liro-liri”. Se le mata el hijo en accidente (siniestro total), tardan ocho horas en encontrar el coche (policía municipal y bomberos) y otras dos en recomponer al muerto y hala: ¡alegría, alegría! Qué ya habrá llegado al cielo.

No era el momento. No dudo del poder balsámico y consolador de  lo de la vida eterna y la resurrección, pero cada cosa a su tiempo. Un insecto revoloteaba raudo. El chaval falló en su intento. La madre no.

Vaya orgía de sentimientos y trámites que se me trae la parca consigo, pensé. A mí cuando toque que me metan en un saco de arpillera y me incendien; y que dejen mis cenizas en el horno crematorio. Así ahorro en gastos y me evito el viaje hasta el infierno. O por lo menos lo acorto y me voy haciendo a la idea.

Doña Rosa y sus chicas de pié  aguantaban las lágrimas con dificultad. Dos bielorrusas cedieron al llanto. Detrás el capitán y el portero del equipo de fútbol, atentos al juego. Volví a pensar en Nicasio. Era un tipo legal,  casi de mi quinta. Ya no cumpliría los veintiséis vivo. Me daba a mí que venía del Rouses cuando lo de la salida de la carretera.  

¿Triunfaré en la playa? Mucho se me tienen que torcer las cosas para que no avance… Aunque es mucha hembra la Úrsula esta.

Las hormigas desaparecieron de pronto como asustadas por algo. O en busca del macho rey para la cópula de la ganadora, pensé. No sé que tienen los camposantos que me ponen muy burro. No es necrofagia, en absoluto, debe ser lo del eros y el tanatos. O a que por fin tenía una cita con mi chica. Mi primera cita. Me dio un retortijón. ¿Dónde habrá un servicio? En el camposanto no, seguro

La losa ya estaba sellada con  silicona negra anti-moho y el ungido acabó con su discurso feliz. Hora de pirarse entre el tumulto de los pésames. Una voz sonó recia:

-         ¡Retinta!, al aprisco…

La cabra, a la voz de mando, se alejó triscando. ¡Qué  olfato!, me dije. Flores frescas y aquí que me vienen, sin invitación. Miré alrededor preparando la huida y vi al patrón que se  acercaba a mi zona. Mejor me largo, que éste me lía, pensé. No iba a poder ser. Ya había establecido contacto visual y no tenía excusa si me iba ahora. ¿Qué querrá? Pues que iba ser: algún mandado.

Esto se iba a complicar. Miré el sol: las once cuarenta. Si meto el puño a lo mejor llego. Aunque hay un trecho y en domingo con el tráfico nunca se sabe. Mejor le aviso.  Mientras el jefe sorteaba tumbas, estatuas de angelotes caídos y cruces, saqué el móvil y puse un SMS:

 

                        “hola guapa, estoyenmisa. llego una pizca tarde besos Giner”

 

Me pareció un motivo suficiente y razonable y lo mandé.

Los padres se iban sin hacer el pasamano y en su camino venían hacia mí. ¿Qué hago? Le tenía ya delante. Traje negro, digno. Dolido. Me sentí mal por él y me salió un:

-       Puta hostia… -Me abrazó con cariño. Apretó y me dijo al oído:

-       Gracias –y siguió camino. Después venía ella. Llevaba esa cara de agravio absoluto que se les pone a las madres que tienen que enterrar a un hijo.

-       Me cisco en la red viaria, y en “to” lo que se mueve… -Ella bajó la vista. Puso su mano en mi antebrazo, me pellizcó en la mejilla y me respondió:

-       Cuídate niño, cuídate mucho. Y no me corras, por favor no me corras…

Me llegó hondo. Lo malo de matarse joven es que lo que has hecho se olvida y lo que habrías podido hacer ya no lo harás. Ya no cumples años; te cumplen aniversarios de funeral los que se quedan. No es justo…

Pero el jefe llegaba y tuve que dejar la oración. Me tenía frito el curro pero estaba pillado por las deudas. Tras circunvalar la adelfa florida y el ciprés ya estaba allí. El sudor humedecía su fino bigote. Me quité las gafas, y con la mezcla de respeto y campechanía adecuados al momento y la ocasión, le dije:

-       ¿Sí patrón? A su disposición en la tierra y en la mar…

Qué estrés, qué estrés oye. Es que me me desvelo en la siesta...