domingo, 21 de octubre de 2012

CINCUENTA MIL MILLONES A PACHAS. Jueves 28 de Agosto


La luz del día me deslumbró. Me giré sobre el lecho pensando si no sería mejor dormir con gafas de sol ya que lo de ponerle un cartón al ventanal se demoraba. Ya se vería, me dije. Me había despertado empalmado con el recuerdo de su olor nórdico, de sus olores.

 Me levanté y fui a la cocina sorteando las pilas de libros apilados sobre la tarima y miré el contenido de la despensa: café en polvo, arenques en salsa de mostaza, pepinillos dulces en salmuera y un embutido alemán naranja que en la confusión de la compra en el híper y la caída había tomado por butifarra catalana. Me tiene frito esta niña, pensé.

Tenía una forma de contactarla y rebusqué en el chaleco: en la tarjeta arrugada que saqué, aparte de dirección, correo electrónico y teléfono, figuraba su nombre: ÜRSULA. Deduje que se llamaba Úrsula y que debía ser nórdica-escandinava.

Decidí que valía la pena intentar dar un palo y pedirle una indemnización por daños.

Llamé: una voz grabada en español con marcado acento, informó que era la Fundación UNTRUSBURGEBBORG, o eso entendí, y que su horario era de 7 a 13 horas. Al terminar la grabación su contenido acrecentó mis sospechas. Nadie está en su puesto a las siete de la mañana en este país, ni debería estarlo en ningún otro, pensé.

Aquello era inquietante. Pero el posible dinerito y el recuerdo de la combinación de olores me llevaron a perseverar. Me dije que en cuando la pillara reclamaría mis derechos compensatorios. No lo sabía entonces, pero confundía sensaciones.

Logré superar a la señora Ros en la carrera matinal por el aseo comunitario y dediqué un tiempo a asearme intentando no mojar la costra de la rodilla. Maldije mi despiste y el accidente motero, pero tampoco era para tanto, pensé. Al salir, los cuatro de la cola me miraron con asco.

Ya en casa desayunando me dije que debería ponerme un pantalón antes de ir al baño. Acabé con mis cosas y me fui al Torrezno. Una vez allí junto con Sergio el Rubio y el enano Nicomedes apañamos una factura de reparación para Luigina por trescientos pavos. Si cuela, cuela, pensé. Me despedí, les prometí a ambos una comisión si salía bien el asunto y seguí camino al curro.

 

Por la tarde pude escaparme ya que el jefe se había ido a las rebajas de verano con su señora. Salí en moto y callejeando me dirigí al a la dirección que en la tarjeta figuraba: pasaje de las Reales Ordenanzas nº 3. Estaba lejos y tardé un buen rato en llegar. Tanto esfuerzo se reflejará en la cuantía de la compensación, me dije. A ésta se la tengo que meter doblada, pensé.

Al llegar puse la pata de cabra y me aposté en la acera a mirar y esperar. Era una calle con solera y un portal con espacio de giro interior suficiente para la maniobra más complicada que se pueda imaginar de un carro de labor con sus mulas. La suerte me fue propicia, o eso pensé en aquel momento, y a la media hora escasa salió del edificio y se paró en la acera mirando, como para cruzar la calle. Enfrente estaba un bar, el Mesón del Embutido Curadito como posible destino.

Vestía falda jipiosa a colores, camisa blanca, pañuelo sanferminero y chanclas con lazos a los pies. Salí de detrás del árbol en que me había medio escondido y salude. Tras el susto y un intento de huida inicial se paró frente a mí. Me observó, remiró, se confirmó en su identificación y tras serenarse, me preguntó cómo estaba, si me había recuperado, si me dolía y otras bobaditas de esas y me sorprendió con un:

-       ¿Me aceptarías un café?

-       Un placer, señorita Úrsula –dije enseñándole su tarjeta-. ¿Puede ser una birra?

Ella se echó a reír. Señaló con la mano el local de restauración y asentí con la cabeza. No me salían las palabras. Cruzamos sin mirarnos y entramos. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Cara a cara y en corto su olor me enajenó de nuevo. Ni la potencia combinada de la sobrasada, el chiquillo, el imperial de rosco y a la butifarra huertana que dominaban el ambiente ocultaban sus efluvios a galletas de crema y a úrsidos salvajes sobre témpanos en primavera. Pidió un té y una cerveza, a un camarero con mandil sucio de color gris triste y cara a juego, y esperamos.

Ella se lanzó a la charla, en ejercicio de su condición de extranjera, y yo sólo se los miraba con disimulo. Como seguía excusándose por su imprudencia al dejar el carro de la compra en el carril de circulación, no me acusaba del montaje y no mencionaba restitución alguna de productos me calmé un poco. Habló ella de nada un mucho y yo no podía dejar de olerla. Al rato me preguntó que a cuánto ascendía la reparación de la moto y me sorprendí respondiendo:

-       No lo sé. No me lo han dicho todavía. No parece mucho. Ya le informaré señorita.

-          Bueno, ya me dirás. Pero por favor llámame Ürsula, que suena a mayor lo de señorita –me dijo sonriendo.

-          Seguro que sí, jovencita –respondí azorado.

Acabó ella su té y galletas y yo mi doble de cerveza con tapa de garbanzos con chorizo. Pagó y, tras contenerme para no apropiarme de la generosa propina que se marcó, salimos a la calle. Es ahora o nunca, pensé, y al despedirme dije:

-       Si quieres, te llevo a la playa el sábado. Entre semana no me es posible porque estoy preparando oposiciones y es mi programa de estudios extremo y exigente.

-          No puedo, muchas gracias de todas formas.

Cómo no la veía convencida del todo cuando ya se había vuelto para irse, de un manotazo me quité el costrón de la rodilla. Me alejé exagerando la cojera y a los dos pasos fingí un repentino dolor en las piernas y grité. Miré para atrás. Ella me había oído, se había vuelto y parecía que se sonreía. Se quitó el pañuelo del cuello enseñando un hombro gimnástico y se acercó. Se agachó y  me restañó la sangre de la herida. Me la imaginé vestida de enfermera. Me gustó.

Me dejé curar aguantando su aroma y sin llorar. Insistí en lo de la playa juntos el sábado y no respondía. Al acabar con la cura me hizo un torniquete de dos vueltas rematado en lazada príncipe de gales. Aproveché la postura y lo volví a intentar:

-       Venga, seguro que no la conoces. Es una cala –le dije. Me miró desde abajo y respondió:

-          OK, por que no. Pero el sábado no puedo; el domingo si te viene bien. Por cierto ¿cómo te llamas?

-          Giner, para servirla –dije inclinando la cabeza.

-          Bueno Ginés, nos vemos el domingo. Tienes mi número, ¿no? Nos llamamos…

Disimulando la emoción y un escalofrío sensual, le di el mío, lo apuntó en una agenda de tapas floreadas y volvió a sonreírme. Subí a Luigina, me puse el calimero, arranqué y me marché. Aquí puede haber tema, pensé.

 

Conducía el Lurdes por la autovía con el climatizador a dieciocho grados y escuchaba a mis pasajeros. Decía el patrón a su acompañante:

-       Mil chabolos a cincuenta kilos cada uno, cincuenta millardos. Quítale obra, urbanización, promoción, tasas y otros y mucho se nos tienen que estropear las cosas para que no nos quede limpio un veinte por ciento. Diez mil millones.

-       A pachas pisha –le respondió éste con un acento que no supe identificar.

-       Correcto. Claro, claro. Fifty-fifty. Doblemente correcto.

¡Diez mil millones de pesetas limpios! Sesenta millones de euracos. Un fortunón.

Vaya cambio, pensé, de doscientos chalets a mil. ¡Mil! De ésta al grupo de los promotores selectos, al PS20 fijo.

El coche ronroneaba camino al aeropuerto internacional de San Javier donde esperaba para llevarle de vuelta a Londres el jet privado del socio: Mister Richard S. Dirtyneck Matarromero (o traducido: Don Ricardo Cuellosucio Killrosemary).

A ambos lados de la carretera, que desde la capital del antiguo Reino de Murcia lleva al aeródromo, grúas, casetas, urbanizaciones en curso, banderolas, pendones al viento, cartelones publicitarios y pisos pilotos jalonaban el trayecto. Dentro de poco iban a ser la envidia del sector. Mil chalets cada grupo, hotel, campo de golf, supermercado de conveniencia, restaurantes…

Y con socios extranjeros para mayor relumbrón. Y todo ello gracias a la iglesia y a la corporación municipal del Valle del Chipote que están a la que salta.

 

Todo se había precipitado, recordé. Llevábamos ya semanas bebiendo chatos, cafés y una caña en el bar-colmado casa san Dimas pre comprando el jefe las tierras y huertos secos del valle a los vecinos. Lo teníamos casi listo para empezar las obras cuando el alcalde nos convocó junto a don Abundio, por sorpresa y en modo urgente, a la casa consistorial para:

-       Una “cosa de mucha enjundia” –dijo.

Y allá fuimos. Tras las bobadas y pasamanos de rigor soltó la bomba-:

-          ¿No son pocos unos cienes? ¿Qué les parecen dos mil, eh? Si tienen huevos mismamente.

Pregunta capciosa, pensé. El patrón no se arredró. Respondió:

-          Claro que sí, hombre, claro que sí. Dos mil, con campo de golf y lago artificial. Pero ¿ya me explicas tú cómo lo “arrebujamos” todo junto ahí abajo?

Se rió Teodoro. Y lo largó todo. Si bien ya habíamos apalabrado-comprado casi todo el terreno a los vecinos (incluyendo a varios de los miembros del consistorio en su calidad de personas humanas), era el propio municipio el dueño de las laderas del monte que se extendían en bancales desde abajo en el valle y a los lados del camino de subida al pueblo.  

Se le había escapado el tema al patrón. Al parecer cuando lo de la desamortización de las tierras de la iglesia en un siglo pasado, el pueblo ya estaba tan a trasmano de todo y su función defensiva contra el sarraceno Saladino tan obsoleta que no hubo postulantes en la subasta regalo de esas propiedades. ¡Ni siquiera la nobleza! Y se lo quedó el propio consistorio para él mismo en una jugada maestra. Las dos secas laderas de los montes eran suyas: por cuatro mil reales de vellón y unas misas.

Ya hacía tiempo de eso pero la propiedad es la propiedad y no se pierde sin motivo. Durante décadas sirvieron de pastos comunales e incluso se intentó el siglo pasado lo del cultivo del almendro y la mandarina, pero no les funcionó.

Y ahora lo querían rentabilizar. Desde que se inventó y promulgó lo de la Ley del Suelo hacía unos años, todo el terreno era urbanizable, salvo la iglesia del siglo XIV y una zona de nidificación de rapaces.

-       ¿Qué tal unas setenta y cinco hectáreas para cada uno? ¿Les cabe todo? –dijo Teodoro-. Con licencia de obras por supuesto. Del precio y ayudas ya hablaremos...

Ambos dieron el sí al alcalde sin dudarlo, que contaran con ellos. Era un sueño, en colores que no en blanco y negro. Tierras y licencias a la vez. Irresistible.

 

Pero tal vez un poco grande para meros prohombres locales. El patrón se lanzó pero no solo. Era tanta la pasta en juego en la operación que se contentaba con la mitad. Y así fue como, vía empresa de relaciones públicas y contactos caros, buscó y encontró a un grupo inversor foráneo con ganas de meter baza en la fiesta.

Fue rápido; el dinero barato seguía fluyendo como si se hiciera en casa y el negocio era redondo. Unieron sus fuerzas: la mercantil: Bellotas y Mandarinas s.l., Demetrio’s Group del patrón y la Real State Inmobiliaria Lima Limón Limited, que resultó ser la sucursal en Gibraltar de una compañía de un grupo bancario británico.

Parecía un matrimonio perfecto.

Financiación asegurada por un banco y además algún cliente foráneo caería de por allí.

Por el lado del jefe, pues eso, la tierra, el conocimiento local y los ladrillos.

Vino don Richard desde Gibraltar con un par de abogados y tras unos viajes de reconocimiento al Valle del Chipote, presentación al alcalde, repaso de las escrituras medievales y unas comidas con postre caliente se firmaron los acuerdos.

El grupo rival de don Abundio también buscó ayuda: una empresa de la capital.

Ya eran dos competidores; compañeros y enemigos; colegas y rivales a muerte. Después se negoció con dureza, a fondo, entre  ellos:

-       ¿Cara o cruz?

-       ¡Cara!

-       Paf.

Y se repartieron las laderas. Nos tocó el Occidente, desde la ermita de la virgen hasta lo alto de la sierra. El Oriente desde el heliógrafo óptico todo “parriba”, suyo. El sendero de subida al pueblo serviría de linde natural.

Luego se le dijo que sí a don Teodoro y se acordaron precios y coste de la intermediación para el elenco de concejales. Como en el caso de la compra de las tierras a los vecinos el pago inicial era sólo parcial y el grueso de la pasta se daría cuando se cumpliera la condición suspensiva: las licencias y sus papeles.

Por la tarde, en el salón Rouses, entre ambos grupos y el alcalde se diseñó el proyecto en una servilleta sucia de patatas y huevos. Se acordó que ambas urbanizaciones irían escalonadas en las laderas del monte, con vistas y mucha luz. Los servicios, lago artificial, campo de golf y demás tonterías abajo.

Así el viejo pueblo quedaría arriba en el altozano, las laderas a ambos lados “chaleteadas” en un par de miles, a conveniencia, y en el valle las zonas y servicios comunes.

La ermita de la virgen y el heliógrafo óptico ni tocarlos, que era lugar de peregrinación y fervor la una y muestra del progreso y la tecnología el otro. Se aceptó el hacer rotondas de paso circunvalándoles.

No habría playa, pero el microclima compensaría. A cuarenta y tres grados a la sombra

 

Esquivé por los pelos un camión de transporte de animales vivos. En caso de siniestro fatal las victimas le hubieran complicado las estadísticas al ministerio, me dije. Dejé de recordar, me concentré en la conducción y puse la oreja a ver lo que pillaba.

Escuchaba yo su charla gracias al ingenioso sistema de comunicaciones del jefe. Micrófonos y equipo de grabación ocultos vamos. Lo usaba para grabar a aquellos que se metían en tratos con él y a los cuales recogía yo para llevarles a nuestras oficinas. La experiencia había demostrado su utilidad ya que los últimos flecos, precios y condiciones se solían revisar en ese trayecto previo al cierre de las negociaciones y firma. Esas grabaciones, que yo diligente entregaba nada más llegar a destino, y que él escuchaba mientras se les ofrecían café y taquitos de jamón a la contraparte, le había conferido un aura de perspicacia en los negocios brutal. Fama en cierto modo inmerecida o cuanto menos exagerada, en mi opinión.

Llegamos al desvío, giré y al poco enfilamos el camino bordeado de palmeras nuevas.

-       ¿Quieres que me acerque mañana al pleno? –preguntaba el visitante al jefe en perfecto español con acento andaluz, de la mismísima Roca.

-       No, no hace falta. Lo tenemos todo controlado. Tan pronto nos den los papeles metemos las máquinas y a trabajar. Tú asegúrate que los tuyos preparen la mosca y que nos cedan ya los contratos de compraventa…

-       Perdona que te interrumpa -le cortó el encorbatado pollo al patrón-, nosotros no soltamos un penique hasta que no tengáis todas las licencias y los permisos en orden. Oye, aunque yo no pueda estar te mando a mi abogado por si os fuera de utilidad.

-       No es necesario Richard…

-       Pues va a ser que sí, te guste o no te guste.

-       Quédate tranquilo que el alcalde come de nuestra mano. Está todo cerrado...

-       Estoy muy tranquilo Demetrio, muy tranquilo. ¿Debería inquietarme por algo?

-       Por nada Richard, por nada. ¿Si quieres subimos un cinco por ciento? –contraatacó el patrón.

-       No, con cincuenta millones cada chalet está bien. Ya hemos distribuido la lista con los precios…

-       Correcto. Mejor no tocar las listas –respondió el patrón-. Pero Ricardo, dime cuantos hay ya hombre…

-       Tenemos unos cien precontratos firmados. Casi todos de la costa, aunque la campaña en serio con los médicos no ha empezado todavía. Ya sabes que lo de la carretera es básico y las ambulancias también. Mándame las fotos de todo en cuanto las tengáis.

-       Correcto. Tranquilo, que está todo controlado. Tan pronto metamos las excavadoras, le pongo al centro de salud dos UVIS móviles de esas. Es una bobada, con diez quilos lo arreglo. Ya hablo yo con  Teodoro…

Ya se veían las luces de la torre de control entre los cartelones publicitarios y banderolas de las urbanizaciones. Aflojé un poco la marcha y me dirigí a la zona del estacionamiento

Me preocupaba el que no entendía del todo la “película”. Aunque tampoco era tan compleja la cosa: un pelotazo inmobiliario. En Murcia. No había que tener muchos estudios para  entenderlo. Decía mi jefe en ese momento:

-          ¿Cuántos crees que podéis colocar antes de empezar?

-          No sé, no sé. La financiación al comprador está arreglada. La ponemos nosotros desde Gibraltar, lo empaqueta la matriz, lo pinta de colores y lo colocamos. Pero la venta sobre plano no es fácil. Y encima en un país extraño. Necesitamos las fotos del piso piloto y urbanizar y tirar las calles lo antes posible. Los de las batas tienen que empezar a pasarnos los datos en serio ya –decía el de los Hermanos Limón.

-          ¡A ver si se nos van a morir antes de tiempo! –le respondió el patrón. Se rieron ambos en grata armonía. Parecía que las tiranteces habían desaparecido.

-          Si saliera bien la prueba, nos ayudaría mucho. El de Alabama está a punto de caramelo. Tiene el corazón como una parra seca; y es hispano. Ya sabes, llega hoy… -dijo don Richard.

-          Tú a lo tuyo y déjanos eso a nosotros. El pinky ya sabe lo que tiene que hacer.

-          Bueno, no te mosquees pisha, que ya sé que tú no fallas. Pero escucha, que no toque más la tarifa y sobre todo que se dé prisa.

-          Correcto. Déjame que lo hable con él y ya te digo. 

¿El pinky? A ése no le he llevado yo ningún regalito, me dije. Bueno, será de la administración central.

Tomé la desviación circunvalando con gracia las rotondas de sentido único de la entrada. Acto seguido aparqué frente a la terminal de salidas. No tiene mucho movimiento el aeródromo pero ese día es que no había nadie. Bueno sí, los coches de los controladores y de los camareros estaban en el parking junto con varios taxis en la parada.

Bajé la ventanilla de mi lado y esperé a que se decidieran. Se bajaron ambos, cada uno por su lado y se acercaron hablando al portón de cristal que da acceso al moderno edificio. Debía de tener mucho mando en plaza el capitalista este. No recordaba yo de nadie que interrumpiera ni que le hablara así al patrón. Exceptuando a su mujer claro, pero eso es otra historia.

 El socio me parecía un tío extraño y peligroso; debajo de las cremas faciales y aftershaves no tenía ningún olor, no olía a nada. Era inquietante. No era normal, para nada.

Siguieron hablando un rato y mister Ricardo Cuellosucio le pasó un papelillo amarillo arrugado al jefe. Se dieron la mano y se separaron; el patrón volvió al coche y el otro entró a la terminal reluciente y vacía en busca de su Falcon privado.

 

Vino el jefe de vuelta. Esperé a que se subiera en el asiento de atrás. Una vez acomodado, se rascó y se colocó entre y por la entrepierna, con cariño, y me ordenó:

-       Arranca, a la derecha en la tercera que encuentres.

Metí primera, segunda… Continué hasta la tercera rotonda y giré. Me gritó:

-       Segunda. Izquierda.

-       Sí patrón.

Después me dijo.

-       Recto, segunda derecha.

-       Vale.

Obedecí y cuando ya empezaba a molestarme, gritó:

-       Al Luz Divina. ¡Ya!

-       Sí jefe.

Por fin una instrucción con sentido, pensé. Es cansino su estilo de dirección inmediato.

Volvimos a Murcia en silencio. De nuevo el paisaje con las banderolas al viento de las promociones, las grúas y las huertas a la espera de su turno para dejar su pasado agrícola y convertirse en urbanas.

Vallas publicitarias de gran formato con el lema: “Agua para todos”, dificultaban la vista de los campos de golf en construcción y siembra. Tráfico fluido hasta el final. Tras la bifurcación, entrada en la ciudad. Callejeamos y al rato llegamos a nuestro destino: el Hospital Universitario de la Princesa Luz Divina (o de la Princesa de la Luz Divina según los monárquicos). Paré en la entrada principal, le abrí, se bajó y me dijo:

-       Vale, vete ya niño. No me esperes…

Le miré entrar con paso firme  y me daba a mí que no iba precisamente a hacerse unos análisis de sangre. Algo pasaba y más me valía enterarme. Medité sobre que no me hiciera esperar. Vivía a tiro de piedra, pero aun así no era habitual. Bueno, vale por hoy, me dije. Mientras esquivaba una camilla marcha atrás unos golpes en el cristal me sobresaltaron: otra vez él. Bajé la ventanilla:

-       Giner, error, se me olvidaba, vuelve al aeropuerto y me recoges a…–miró un post it y añadió-: al señor Wilson José Pepito Mis. Ya mismo.

-       Pero jefe, si me ha dicho que me fuera ya. No me joda ahora… -respondí sabiendo que era una mera formalidad mi queja, pero que se esperaba.

-       Anda, anda, no rojees…. Le llevas después al hostal El Desconchón. Tiene reserva. Ayúdale en lo que puedas y luego te puedes ir… -y me tiró el papel amarillo.

Y vuelta “pallá”. Empezaba a cansarme lo de la lanzadera al aeropuerto. A los lados, los cartelones con el lema: “Ahora Nosotros. Murcia por la Biodiversidad y la Reforestación” ocultaban las resecas laderas de las colinas. ¡Mierda “pa” todas las masas forestales del universo!, maldije en silencio.

Llegué y aparqué. Entré y como el luminoso de llegadas indicaba que había retraso en el vuelo de  las doce desde Londres me fui al snack bar.

-       Un Sheridan con leche condesada por favor, sin hielo.

 

Me fui andando a la sala de llegadas. Miré el post-it: ininteligible. Por la puerta corredera, diseñada para incomodar a los esperantes con sus abre y cierres automáticos que  aumentan la emoción, los viajeros salían a su bola.

Tenía que ser ése. Un gordo vestido con camisa Hawái y pantalones de golf a cuadros. Pero no estaba solo. A su lado, empujando un “trolley” cargado hasta los topes, otra gorda. Pero gorda gorda, como sólo una dieta exclusiva de hamburguesas dobles con queso es capaz de producir. Blanca lechosa de piel. Vestida a tono. Me fui hacia él y le pregunté:

-       ¿Mister Pepito? –

Se rió el orondo de manera hilarante, risible cómico y jocosa a la vez. Me respondió:

-       Mister Chepito. Wilson Joseph Chepito.

Me sonaba de algo. A percusión latina. No pude profundizar pues me largó un:

-       ¿Tú, Siniés “nou”? –y señalando a su pareja añadió-: Ella, Misis Chepito, Jane Forever de soltera, mi “sielo”… -y otra vez a reírse.

Le entró un ataque: asma, tos de minero o algo así.  Ésta debía ser la Miss. Volví a mirar el papelillo amarillo y allí estaba: Señor Wilson Hosé Chepito Mis. ¿Y qué más me da uno que dos?, pensé. Asentí y agarré el furgón del equipaje de las manos de la Jane. Les dije:

-       “Con, con. To de parking, rum, rum…, iu nou”

-       Yaeh, sí, vamos contigo, come darling… Oye, que yo hablo espaniol...

-       Deme el carro señora…

Hablan cristiano, pensé. Claro, aquello fue nuestro y la huella histórica se les nota. No sin dificultad, yo por la carga y él por su estado físico, nos dirigimos al coche. Renqueaba, gemía y tosía de forma simultánea y sucesiva. Tras varias paraditas llegamos. A pesar de su insistencia en subir delante les acomodé a ambos en los asientos traseros; y a la carga en el maletero.

En el camino a la ciudad, cómo no paraban de reírse, señalar los prados secos como si fueran el museo del Prado y pedirme direcciones para tomar “bogavantes y gambón del mar Menor” subí el cristal separador y me concentré en la conducción. Cuanto antes me los quitara de en medio mejor.

En el silencio resultante pensé que  aquello no cuadraba: el patrón les cede su buga a dos mindunguis joviales. Y encima no sabe si vienen uno o dos. Serán clientes, pero vamos no eran los Pitt exactamente. Raro, raro, raro…

Sin incidentes recorrimos la autopista y el casco urbano y llegamos a la pensión El Desconchón. Mala hasta para mi ciudad. Les dejé con las maletas en la acera y avisé a recepción de la llegada de sus clientes. No me sonaba a mí que hubiera ascensor y no estaba yo para hacer de sherpa. Sin más y despidiéndome con la mano me subí.

-       Adiós, bie, Siniés. Gracias amigo. No problema… -me decía de pie en la sucia calle, entre toses y carraspeos salicílicos, el gordo de la pareja de gordos.

Cuando ya daba marcha atrás para salir, unos golpes en el cristal me hicieron bajar la ventanilla. Era ella la Jane, agitando en su mano un billete verde. Me decía:

-          Thank you very much, darling, fantastic tryp…

Negué vehemente con la cabeza mientras lo apresaba con la mano y balbucí una excusa para no parecer descortés:

-          “No nid, ladi, no nid”. Excuse me pero tengo unos michirones en remojo, “bins iu nou”, y no desearía que se me pasasen de punto.

-          Fantastic, darling, exciting…

Miré y eran diez dólares usa. Bueno, “pal” saco el billete verde.

¿Yanquis? Hasta donde conocía, nunca antes los había tocado el jefe en  ventas de propiedades inmobiliarias. Su mercado natural son los alemanotes, francesitos o los hijos de Albión, ¿pero norte americanos? Todo aquello se me escapaba y, porque no decirlo, me incomodó; sobrecargaba mis circuitos cerebrales y me abrumaba. Sonaba a conspiración bizantina y necesitaba estar solo para repasarlo y aprehender la verdad. O la menos mentira.

Me dirigí al garaje donde reposaba el coche cuando no estaba de servicio. Aparqué a Lurdes en su plaza doble del sótano de la oficina comprobé el correo, siete spam, y tras arrancar mi Minelli Kappa sin incidencias, salí a la calle.

 

Mientras conducía pensaba en la excursión del domingo. Por fin iba a tener una cita con ella. Lo habíamos hablado por teléfono y a la doce habíamos quedado en la puerta del híper de Cabo de Palos para ir a la playa. Cuando propuse ir los dos en Luigina me respondió:

-       Gracias Ginés, me encantaría un paseo en moto, pero habrá que llevar sombrilla ¿no...?

Acordamos que en su coche que mi burra con dos, ratea. A una cala desierta. Con nevera marinera y su sombrilla. Y ya se vería. Hay, Úrsula, si tú quisieras, ¡qué no pasaría entre nosotros!

Y con estos placenteros pensamientos en la cabeza esquivé a un ingenuo peatón que cruzaba imprudente por un paso de cebra y me fui a mi cubil a descansar y, de proceder, a aliviarme los picores.

viernes, 5 de octubre de 2012

La Situación. En el Verano Murciano


 

De pie en la acera miré por el ventanal del Torrezno Recalentado: un prejubilado sentado en una mesa hojeaba la prensa deportiva, la tele echaba un documental de bichos y Toni, tras la barra, troceaba sobre una tabla sus torreznos de palo sujetando con las pinzas del hielo y cortándolos con rápidos golpes de cuchillo jamonero.

Entré, saludé, fui al mostrador de formica y encargué una caña con zarangollos. Me los puso y me senté en un taburete con vistas a la entrada y acceso al ventanuco del baño.

-       Se acaba de pirar el madero –me dijo Toni-. Ha preguntado por ti.

-       ¡Joder que plasta! ¿y qué quería?

-       No sé, pero hablaba de romper una pierna a los que no pagan a tiempo. Si te hace falta algo hasta que cobres, dímelo.

-       Para nada Toni, para nada. Gracias de todas formas.

Mentía. En este año de gracia del 2008, estaba sin un duro y en modo autónomo en excedencia. Por motivos políticos, mi contrata para gestionar en exclusiva la mendicidad en la zona norte de la capital de nuestro reino estaba parada.

En condiciones normales no es un mal asunto, en verdad, ya que incluye los puestos de dar pena y artísticos en la puerta oeste de la catedral, once semáforos, cuatro iglesias y en dos museos, estos últimos no solicitados. Pero era un paquete único:

-       Tú te ocupas y me largas mi parte cada mes. Lo tomas o lo dejas bandarra –me había explicado el sub-brigada Rufo al negociar el trato.

Lo acepté, y así me iba. Los impuestos callejeros son como son, pensé.

Rememoré el incidente que me había secado el grifo. Estallaba la primavera y la ambición me llevó a conceder, por un precio leonino, el derecho a la mendicidad en y por los alrededores del lateral de nuestra catedral a un grupo rumano recién desembarcado en la villa.

Ahora sé que obvié su desconocimiento de nuestras costumbres y la incomprensión de las prácticas de la religión de “acá”, pero antes no. Me había costado caro. No sólo ocuparon con sus pedigüeños las calles exteriores y adyacentes, objeto de nuestro acuerdo, sino que también entraron al sagrado edificio por pura codicia o en un malentendido venial.  

El acoso, hostigamiento y algún tocamiento lidibidinoso a la Sra. Patro mientras pasaba el cepillo entre los asistentes a misa de once fue un error. Ella chilló al sentir que palpaban entre sus ropas, sujetó el cesto con fuerza y volvió a gritar.

El cura cesó en su plática y les señaló con el dedo índice alertando a la respetable feligresía. Les trincaron y les sacaron fuera, a empujones, a la calle de la Trapería.

Rodeados, de espaldas al pilón de la zona peatonal, el jefe del grupo argumentó que el pedir dinero dentro del templo era una violación del acuerdo pactado conmigo que por lógica menguaría las aportaciones a recoger por ellos en la calle. Se tuvo que callar.

Bajo las estatuas, en piedra de la sierra, de los cuatro evangelistas un señor con traje azul le metió una gaya potente mientras increpaba al apaleado, para deleite y ejemplo del público en general, con un:

-       ¡Ateo, comunista, bohemio!

Con la gente de la iglesia habéis topado compañeros, pensé cuando me enteré del lance.

 
                  

Entró Sergio el Rubio al bar, me vio, se acercó y se sentó a mi lado. Me preguntó:

-       ¿Cómo va lo de la contrata? Se te apaña la cosa…

-       Pues va ser que no. Cualquier día me doy el piro –le respondí.

-       Andayá. Toni ponme un raf y una de jalufos.

-       Marchando Rubio.

 Los bosques: ésa es la cuestión, pensé. Y la culpa: la puta ambición. La región se había postulado en competencia con otras ciudades, las emes (Montreal y otra que no recuerdo), para ser la sede de una tal OBRIA, una nueva Organización para la Biodiversidad y Reforestación Internacional, Agrícola Agraria, y aquello me había llevado al desastre.

La ciudad estaba inundada de carteles con el logo sobreimpreso a un fondo de bosque gallego de:

                         Ahora es Nuestra Hora, Murcia por la OBRIA

Me parecía en extremo ambicioso y contradictorio ya que aun seguía viva la vieja reivindicación del: Agua Para Todos, la cual, por cierto, yo suscribía al cien por cien. Fría y caliente de poder ser.

Una ambulancia pasó por fuera ululando y su gemido me devolvió a la historia de mis asociados rumanos: rodeados estaban y el cabecilla del grupo en el suelo dolorido, cuando llegó la dotación de la guardia urbana a la catedral. Y en vez de obligarles a pedir perdón a la señora Patro, quitarles la recaudación que tuvieran, darles un par de hostias y largarles “pa” su casa (procedimiento consuetudinario), se los habían llevado a trabajar en los montes. A repoblar el terruño con pinos y para quitarles de en medio que venía pronto la comisión internacional evaluadora.

Los jueces que decidirían sobre la futura sede de la OBRIA estaban al caer y no se podía descuidar ni un detalle. Era mucho lo que se jugaba la ciudad en el envite. Y ya se sabe que la primera impresión es la que cuenta, sobre todo si ésta es mala.

Otros colaboradores de mi grupo en cuanto se corrió la voz del deseo municipal de calles limpias salieron por patas de la ciudad. No estaban para piñones.

Para intentar mitigar el daño a mis recursos apelé al compañerismo y el objetivo común con la otra parte contratante:

-       No hay forma -me replicó el sub brigada Rufo-, esto viene de arriba y es de muy obligado cumplimiento…

-       Ya, entonces es fuerza mayor y se suspenden el acuerdo y los pagos…

-       Ni de coña granuja, a fin de mes te espero…

De eso hacía ya tiempo y la pasma no cejaba. Y la iguala no se detenía. Y allí que estaba, sin un “euraco”.

Y así, por las deudas, la política y la tan deseada biodiversidad me asalarié.

No había más remedio. Con la plasta del coche y el patrón. Chófer mecánico, modalidad contrato oral: mil putos pavos al mes, cuarenta horas semanales, esperas fuera de oficina no computables, gorra de plato a cargo de la empresa y cesta de Navidad dependiendo del balance de fin de año. Mis emolumentos no me daban ni para pagar el principal e intereses al subbrigada banquero.

-       ¡Una mierda pa “tó” lo verde! –exclamé.

-       ¿Qué te pasa Giner? –me preguntó Rubio.

-       ¿Perdón? –dijo un prejubilado que leía el As en su mesa.

-       Nada, nada, cosas mías –respondí.  

-       Ya, sin un pavo ¿no? ¿Y lo del paro como cochero no sale? –insistía Rubio.

-       No sé qué decirte. Se lo tendría que  pedir al gordo. Hoy cumplo seis meses y...

-       Pues estás muy cascado para ser tan joven Giner –me interrumpió jovial.

 

Salí del Torrezno sin despedirme y monté en Luigina. Arranqué, quite la pata, metí el puño, me salté un semáforo poco rojo y en plena carrera me acaricié el pañuelo del cuello. Olía a mi propia sangre, seca, y al olerla me entró como un viento frio por los ventanales del casco.

Como mi peculio sólo me da para vicios: tabaco, combinados de nacional y extranjero y libros, en mis primeras necesidades me tengo que buscar la vida. Los martes me toca compra en una gran superficie: voy al parking y en cuanto veo a una posible donante metiendo las bolsas en el maletero me acerco con mi moto al ralentí. El resto, rutina: derrapo, me tiro al suelo y con la izquierda le doy al carrito que está en medio del carril. En el barullo y atasco subsiguiente pillo lo necesario para la semana.  

Pero la semana pasada había sido distinto. Buscaba un objetivo fácil entre los coches aparcados cuando me fascinó la elegancia con que, de dos en dos, una pibita las subía en un descapotable blanco. Sin esfuerzo. Era por lo demás larga bien proporcionada, rubia madurita y por matrícula, guiri.

Vestía falda negra y polo blanco. Austeridad y pureza, pensé. Me la imaginé vestida de monja y me distraje mirándoselos; choqué contra él, volcándolo, desparramando el contenido, cayendo al suelo y de paso, me raspé las piernas. Mientras me levantaba preocupado por si algo irreparable le hubiera ocurrido a la moto, ella se echaba las manos a la cabeza y se auto recriminaba por su imprudencia.

Acostumbrado a la reacción a gritos, acusatoria en mi contra, que las locales se gastan en estas circunstancias aquello me parecía exagerado y sospechoso.

Me quité el casco. Se acercó. En perfecto español insistía en llevarme a un médico. Me dijo que su seguro cubriría todos los desperfectos. La levante y comprobé con alivio que con cuarenta duros de pintura y un martillo Luigina quedaría como nueva.

Puse la pata de cabra y aparqué a un lado. Los productos de su compra estaban esparcidos, el atasco empezaba a ser considerable y lo mejor era pirarse. No pudo ser, noté que me sujetaban y tuve que volverme. Y allí empezó todo. Ya lo dice el Génesis, en el principio fue el verbo:

-       ¡No me toques!  -le grité.

Pero tuve que mirar, y olerla. Y eso fue mi perdición: a galletas de mantequilla y a osa polar en libertad. A fiordo. Nunca antes una combinación odorífera me había golpeado así. Me quedé helado.

Tenía un pañuelo rojo en la mano y me limpiaba la sangre de los rasponazos de las piernas. Le dije que no era necesario. Le ayudé a recoger las cosas, haciendo al tiempo mi acopio, ponerlas en el maletero junto a unas bolsas de Ikea que en él estaban. Alterado por el olor, gruñí una despedida, me puse el calimero, subí a la moto y me preparé para la fuga.

Ella se sacó una tarjeta del bolso y diciéndome algo que no entendí me la entregó. Arranqué y me largué con el botín que ya venían los seguratas a meter baza.

 

En la rotonda de salida del centro comercial un BMV presuroso me descolocó de un golpe el retrovisor y trastabillé. Me recuperé e indignado le seguí. En el ceda el paso de la siguiente le alcancé. Me acerqué despacio. Eché mano al bolsillo delantero de mi bermuda, saqué a Paca, albaceteña de carraca con cachas de jabalí, y tras abrirla en marcha le dibujé al ralentí una “G” en la carrocería y me alejé.

No estaba contento y circunvalé de nuevo la rotonda. Le dejé entrar en ella, me puse a su vera y le metí un repaso al grafiti con la navaja.

-       Ahora sí –dije satisfecho. Y seguí camino.

 

El tráfico era fluido. Al llegar al edificio del holding, entré y aparqué en la planta menos dos. Tocaba zafarrancho: lavar y encerar el coche. Un clase S600, berlina larga, color gris pedernal metalizado, tapicería en cuero pasión, mampara de separación y en plazas traseras: climatizador, sistema de grabación y ambientador pino de aroma pachuli y mandarinas.

Antes de que me entraran ganas de trabajar sonó mi portátil y a la tercera se cortó. Era el jefe indicándome a través de una perdida, adolescente y rata total, que salía de su despacho y que le recogiera en la puerta de la calle. Recogí los trastos, monté en el coche  y subí por la rampa a la calle. Aparqué en doble fila. Al poco salió. Llevaba un mil rayas azul que resaltaba su tripa. Se subió atrás, se acomodó, se rascó la entrepierna y me ordenó:

-          Al notario niño, el de la calle de la Fe Pública. ¿Llevamos el maletín?

-          Sí patrón, detrás.

El contenedor debía ser para un cobro de efectivo no declarado ni declarable. Sonaba estupendo para mis planes de cambiar mi ruina de trabajo. 

Le llevé callejeando por el centro de Murcia y aparqué frente a la notaría. Salí. Le abrí, salió, saqué el maletín del maletero, se lo entregué y me dispuse a esperar leyendo a que acabara la ceremonia. A la hora escasa salió del portal. Dejé mi lectura y bajé. Parecía que la carga pesaba. Le abrí la puerta y entró echando el maletín junto a él.

-       Ya podían dármelos de quinientos… –dijo. Me senté en mi sitio y pensé que era el momento. Con tono de voz firme, veloz, cortés y valiente todo junto le dije:

-       Jefe, hoy cumplo seis meses trabajando para usted. ¿Qué le parece lo de meterme en la Seguridad Social? Ya sabe que para lo de la jubilación cuanto antes se empiece…  

-       Error. Lo tienes todo en regla, niño, todo en regla. Fijo discontinuo, Giner. Eres muy joven y te queda carrera para rato. Y sin impuestos, sobrao, que vas sobrao… Y no me rojees... Ahora, si no estás a gusto, por mí te puedes ir a recoger cebollinos.

-          Por supuesto patrón, no hay problema en esperar un poco. Que nada me compensa más que el aprender de sus maneras y saberes… -respondí. Pero retroviéndole por el espejo la cara que puso con tono de voz trémulo, veloz, cortés y acojonado, todo junto, agregué-: y el salario recibido que me permite atender mis necesidades, las de mi familia así como el diezmo a las iglesias debido.

Y allí se quedó la cosa, pero me acordé de lo que me decía Madre: Ginesito, del jefe y del mulo cuanto más lejos más seguro. Tarea difícil en mi situación. Aunque el coche tenía instalada mampara de separación no parecía bastante. Lo de tintarla de negro para una mayor intimidad, clase y gansterismo podría valer. En fin me tenía que preparar el discurso a conciencia, no se lo fuera a tomar a mal o a malinterpretar. En cualquier caso, aquello no era vida… Camino de vuelta al holding me gritó desde su asiento:

-       Nenico, pásate antes por la Caja Rural.

-       Voy volando –respondí acelerando.

-       El progreso urbanizado es un absoluto. Casi un todo. Mucho del retraso y de nuestros males vienen de esa falta de progreso y urbanidad –me dijo.  

-       Claro, claro… -Siempre igual, pensé. Cada vez que vuelve del notario dice lo mismo.

-       Correcto. Qué de verdad que me ha quedado esto, amén. ¿A qué sí?

Y se santiguó. Así se expresa mi patrón: don Demetrio José Tocino y Bueno. Me tenía harto, me recordaba a los curas de mis tiempos en Madrid. Llegamos, aparqué y ya estaba el bancario en la acera esperándole. Se bajó y le entregó el maletín del convoluto al propio.

-       ¡Diligencia, niño, no te duermas! –me dijo-. No me esperes, vete a lavar el coche…

 

En casa me entró hambre y abrí una lata de la despensa: chili con carne. Vaya ruina,  pensé, frías saben a jarabe. Pero olían bien y me las acabé. Se me escapó un eruptillo. Me eché un pito. Dedique el resto de la tarde a mis deberes con la siesta.

Por la noche hacia calor y me desvelé pensado en la niña de la compra y en sus olores. Rebusqué en el chaleco y encontré la tarjeta arrugada: Ürsula, leía. ¿A lo mejor de aquí pillo algo? Y con su nombre en mis labios caí dormido.

 

Me despertó la luz entrando por el ventanuco del techo. Tras desayunar un vaso de leche con Cola Cao y café de sobre me puse los bermudas, una camiseta y me fui para el curro. Olía a moho y pensé que pronto tocaría colada. En el aseo había cola, decidí no esperar. Saqué a Luigina del chiscón de la portería donde pernocta y salí.

Llegué a la oficina por las sucias calles de mi ciudad e inicié un nuevo día laboral. Bajé y me puse a leer en el cuarto de materiales. A las once sonó la perdida adolescente del patrón y salí. Él ya estaba allí. Serio. Gordo. Traje gris marengo y corbata azul. Un reloj mural marcaba treinta y siete grados.

-          Al consistorio, chaval…

-          Sí jefe. Hay que echarle gasolina al Mercedes…, vamos pelaos.

-          El Lurdes, nenico, al Lurdes…

-          Claro jefe, claro, el Lurdes quería decir…

Que así me hacía llamarle al coche: LURDES; en vez del suyo propio; tan germano y a la vez tan nuestro. Y todo porque una tal Merche le pegó unas purgaciones de joven. Y claro tampoco era cuestión de mentar la bicha todo el día; y cambiar de marca, en nuestro sector y con el pedigrí del patrón: eso ni pensarlo. Paré junto al surtidor, bajé y lo llené. De camino al edificio consistorial nos retuvo una aglomeración. El atasco se solucionó y seguimos.

Cuarenta grados. Olor a cacas en el exterior. La radio daba el parte de la Confederación Hidrográfica del Segura:

-          El nivel medio del agua embalsada en nuestros pantanos es del trece por ciento. Se espera activar el Plan Especial de Sequía (PES) la próxima semana

“Agua para todos”, me dije. Pero el cemento amalgamaba todo, mandaba. Es el amor de nuestros políticos por la ecología lo que  me ha llevado a esto, pensé.

-       Malditas masas forestales, puñeteros curas. ¡Mierda de curro!

-       Qué dices chaval. Habla más alto que no te oigo.

-       Nada jefe, que ya casi estamos.

Llegamos al ayuntamiento. Aparqué en doble fila. Se bajó y entró con paso firme. Estaba como en su casa entre ediles y politiquillos. Aquello podía durar un buen rato, me dije. Encontré un sitio libre a la sombra, aparqué y empecé a leer el libro que me había llevado al curro: Ulises y su Odisea. Curioso, guapo. Cuando el patrón salió a las tres ya iba por el cuarto canto. Montó. Parecía cabreado. Gritó al techo:

-       No queda ni un “prao”…  

 

Pero todo se sabe, antes o después todo se sabe. Es de ley. El premio a sus desvelos le llegó en la fiesta de la espuma en la noche de San Juan en “El Salón Rouses”, evento y compromiso social de verano al que no se debía faltar.

Fui con el jefe pero no pude pasar por llevar chanclas y un error en la lista de invitados, así que me fui a esperar en el parking. Vi a un colega mecánico apoyado en su buga. Era Gamonedo; le saludé echando mano a la gorra y me acerqué.

Le conocía desde los tiempos en que recién llegado de su Asturias natal, asmático, huyendo del chirimiri y con orden de búsqueda y captura, coincidimos como voluntarios en la campaña de Navidad frente al Corte Inglés. Con nuestra parte de la recaudación del bote de pedir (otra aun mayor se la apropió el organizador de las caridades según prensa y sentencia condenatoria firme) nos hicimos unas rondas y, colocadísimos, acabamos en la muralla romana retozando con dos mendicantes bienintencionadas y bien-dispuestas.

Preparé un peta en recuerdo de otros y Gamonedo me pasó su tarjeta de empresa para el filtro. Es buen tipo, pero su melomanía cansa. Acostumbra a no quitarse los cascos del MP3 mientras te habla, lo cual produce una cierta confusión en su discurso y modos. Decía en ese momento moviendo las manos:

-       Voy a dejar este curro, que ya no me da pa “na”… -pero tarareando, lo cual te dejaba la duda sobre sí era ésa su intención o un canto de Melendi.

Cuando me aburría ya con sus historias de conductor free lance en la Royal Limusinas Murcianicas s.l. salió mi jefe del local seguido por un tipo trajeado y con restos de espuma en el pelo. Me despedí de Gamonedo y me hizo un gesto que podría ser tanto un cuídate y nos vemos como que hubieran entrado unas gaitas al MP3. Subieron el jefe y su compañero despistando. Yo delante. Me dijo el patrón:

-       A la botica de Botana, a toda hostia niño… -Aquello apestaba. ¿Tan pronto ha acabado el festejo? ¿A una farmacia? Conecté el intercomunicador.  

-       Si te interesa, a cambio de la voluntad en metálico te lo paso.  

-       ¿Vale la pena…? -respondió el patrón.

-       ¡Qué si vale la pena! Esto no lo sabe nadie, sólo en la consejería y muy pocos… Dime lo que sea o me voy a ver a…

-       Hecho –respondió el patrón. Y se dieron un apretón como caballeros.

-          Por cierto, te lo va a facturar Mi Mano Derecha y Ex-Cuñados, ya sabes que yo no puedo, ¿de acuerdo?

-          Correcto. No hay problema.

-          Les borro a los planos el escudo con tipex y te los llevo a la oficina.

-          Bien, pero no tardes. El Valle del Chipote ¿es el de Sierra Horadada, no? –preguntó el patrón.

-          Sí, es el punto de unión con la autopista. Todos los itinerarios previstos pasan por allí. Con esto vertebraremos la red viaria regional.

Y de paso mejorarán la economía del funcionario y sus cuñados, pensé. Me hizo regresar alegando de forma innecesaria y sospechosa que el sofoco del otro se había “subsumio” con el paseo y le dejamos de nuevo en la fiesta del Rouses. Volvimos a la capital, le llevé a su casa, le abrí la puerta, se bajó y me largué.

 

Al día siguiente en la oficina la perdida sonó a las diez. Salí con Lurdes y le recogí:

-       A la sierra chaval. Al Valle del Chipote…

El navegador detalló los cincuenta km y pasamos por la autopista estatal, la carretera autonómica sin desdoblar (primer nivel), la de la diputación comarcal con baches (segundo nivel) y la local sin asfaltar (tercer nivel) que nos llevaron al valle. Desde él, un sendero de cemento y grava municipal (sin calificar) subía hasta el conjunto urbano.

-       Tira para arriba niño.

Villa serrana de interior. Ochocientos veintidós metros sobre el nivel medio del mar en Alicante. Reseco. Término municipal extenso: diez mil trescientas hectáreas, unos veinte km de lado por cinco, largos y estrecho. Estaba compuesto por: abajo valle propiamente dicho flanqueado por dos colinas bajas y opuestas, camino de terracería en subida bordeado por laderas de suelos calizos agrietados y el pueblo en el altozano. Sierra Horadada cubriéndole las espaldas. Sin playa. Muy buenas vistas, eso sí.

Desde el coche no parecía gran cosa. Rocas y rocas. Marchitas zarzas. Tierras tristes. Restos de explotaciones mineras abandonadas. Cabras y ovejas sueltas. Perros sucios. Almendros y mandarinos descuidados en bancales mozárabes escalonados. Conejos triscando libres.

-       ¿Tenemos la escopeta detrás? –me preguntó.

-       No patrón, están en la finca. ¿Si quiere le echo un par de ellas mañana al maletero?

-       Deja, deja. Sigue “parriba”.

Se le pasó el momento cinegético y seguimos subiendo. Moscas y hormigas. Matas y polvo, arcilla y cardos. Gatos. Pluviometría casi nula, agua cara e imbebible. Huertos secos. Microclima garantizado. Una zona privilegiada.

Estaba claro que había pasado por épocas mejores. La emigración y el abandono habían hecho estragos. Restos romanos, visigodos y de otros invasores. En la época de guerras con los moros fue pueblo de frontera.

-       Da una vuelta por la plaza chaval. Disimulando, eh…

El Lurdes era tan opaco como una vaca lechera en un salón. Dentro del casco urbano: consistorio, ruinas de un castillo, bar-colmado, iglesia siglo catorce, casas de una y dos plantas. Los vecinos sentados en sillas a la sombra nos miraban aburridos. Viviendas seculares, antiguos palacios desocupados y en proceso de ruinificación. Calles sin asfaltar, saneamiento indecente. Un centro de salud en ladrillo visto desmerecía el conjunto histórico artístico.

-       Vale ya con esto. A casa –me ordenó.

Fuera del casco en las colinas de entrada al valle: una ermita visigótica medio en ruinas y un heliógrafo óptico-torre de comunicaciones del siglo XVIII abandonado.

Novecientos sesenta vecinos. Edad media avanzada. Suponíamos que con endogamia generalizada. A través del anuario de la Región averiguamos que gozaba de un Consistorio municipal con cinco miembros del mismo grupo independiente.

-       Correcto, cuantos menos negociadores menos jaleos.

Nada que llamara la atención a primera vista. Ni a la segunda, ni incluso a la tercera, pero si fuese verdad lo de la autopista, lo tenía todo para triunfar: terrenos, microclima, cercanía a la capital, precios bajos, pocos vecinos y un alcalde y su equipo de gobierno conjuntados. El progreso lo había señalado para el cambio. Era perfecto.

 

Revisado el terreno, inició el jefe el proceso de investigación, comidas y promesas de billetes previo. Desde el móvil llamó a sus contactos del Gobierno Central para comprobar lo de la autopista y si ésta estaba prevista para esta década.

-          Sí, va en serio. Quedan fondos europeos para gastar en lo que sea. Siempre de interés público, eso es obvio y no tengo que explicártelo…

-          Correcto –respondió el patrón-. Doblemente correcto. Comemos el jueves y ya hablamos…

El segundo nivel de la administración, la Región Autonómica, fue más fácil. El subdirector confirmó lo dicho el día de la fiesta. Por otro lado a pesar del nombre de la mercantil que facturaría (Mi Mano Derecha y Ex-Cuñados), los cuñados resultaron ser sólo uno: zurdo y buen bailarín de claqué.

Era hora de pasar al tercer nivel de la administración, el más difícil: el municipal, el local. Había que moverse y pronto.

 

Pasaron dos días hasta que encontró un amigo que le introdujera. La perdida infantil sonó a las once y subí la rampa derrapando. Allí estaba en la puerta. Traje beige claro y corbata amarilla limón. El termómetro marcaba treinta y un grados, Celsius.

-       Al Valle niño. A toda hostia.

Lo primero es lo primero. Tenía cita en la casa consistorial con don Teodoro Montaraz Risueño, alcalde electo. Tras recorrer el trayecto saltándome todos los límites de velocidad existentes y con  no pocos bamboleos en los últimos tramos llegamos a la hora fijada. Le dejé en la puerta y me quedé fumando mientras los vecinos no paraban de mirar el coche. Salió al cabo de una hora del edificio acompañado por un hombretón vestido de pana. Se despidieron corteses y subió el jefe contento.

-       Ya lo tenemos. A la Caja Rural, chaval. ¿Llevamos maletín?

Intuí que pedida la venia para ejercer el comercio y obtenida ésta, tocaba agradecerlo.

 

La semana siguiente empezó la feria con los del pueblo; una alegría, un alboroto, una muñeca piloto. Teodoro había corrido la voz a sus votantes sobre lo del patrón y sus intenciones y se animó la cosa. Es sabido que sin terrenos un promotor inmobiliario no es nada, ni nadie.

En el colmado-bar-casa de comidas san Dimas nos reunimos con los propietarios de los prados y huertos del valle y se les explicó la naturaleza jurídica de la compraventa.

-       Te doy ahora cuatro y si sale la cosa te llevas cuarenta ¿lo pillas? –les decía el jefe.

El trato eran unas  “Opciones sobre derechos de superficie y promesa de venta, sujeta a condición suspensiva”; con señal inicial y, de cumplirse “la cosa”, una verdadera pastizara.

La “cosa” son los papeles; la concesión por parte del ayuntamiento de la licencia de obras.

Era bueno para todos ellos, pensé; los vendedores se aseguraban un dinerito ya y la promesa de mucho más si cuajaba. A su vez esta esperanza de enriquecimiento le metía presión al alcalde por parte de sus electores. Para el consistorio, los impuestos y tasas de rigor estaban esperando. Para el pueblo en general, un futuro lleno de coches de gama alta. Y de puestos de jardineros y de camareros para los que no tuvieran tierras…

Con los planos en la mano confiaba el patrón en obtener unas 30 hectáreas. Decía:

-       De aquí saco cuatrocientos chalets entre independientes y adosados…

 

Pronto constatamos la curiosa concordancia en precios que nos exigían por los “praos”. Al parecer entre las funciones del consistorio y el cura, incluidas en el programa electoral, estaba el asesoramiento inmobiliario a los vecinos. Así, el precio de las tierras se fijaba el primer viernes de mes en: “La Cuartilla Parroquial Vecinal, sección rústica”, también llamada por el vecindario: “La Hoja”.

Nunca llegamos a tenerla en nuestras manos. Era secreta, pero la mano de la iglesia sí se dejaba ver entrelineas. Cuando llegábamos a la hora fijada al san Dimas nos dejaban esperando en la barra. Mientras tanto se la pasaban entre ellos y la leían sin disimulo; juraría que hasta se reían y seguían dándole al dominó hasta acabar su partida.

-          Eh, vosotros, que ya hemos “acabao”. Vamos a ver esto… -Nos decían a gritos desde su mesa recogiendo la fichas. Lenguaje corporal me parece que le llaman a eso.

-          ¿Pero qué se han creído estos patanes? ¡A sesenta euros fanega! Pero si es un desierto –se me quejaba el jefe-. Les voy  a ofrecer veinticinco, ordeñada y al camión.

 

No cedía nadie, pero los locales no eran tontos. Más bien listos. El saber popular es secular y el alcalde el más espabilado. Ítem más, el propio Teo convocó a un promotor para animar el cotarro. Sin decir nada fue y les contó la historia a la mercantil Grúas y Arneses s.l., del grupo de don Abundio Conejero Burgueño y les invitó al baile. Le respondieron pronto:

-       Claro que sí don Teodoro, como no, faltaría más. Por supuesto que sí. Un placer…

 

Cuando se enteró el patrón de lo de los “Otros”, se rascó con fuerza la entrepierna:

-       Error: ya ves como son –me decía-. Ni sabían lo de la autopista y cuando se les intenta ayudar y hacerles ganar unos millones se revuelven. Es que te muerden las uñas. -Se quedó pensativo sentado en el Lurdes. Se rascó despacio. Luego dijo-: Correcto: al fullero, doble ración.

Y pactó. No había más remedio. Era contrario a costumbre, pero la posibilidad de que el alcalde don Teodoro pudiera convocar a algún promotor más antes de que lo tuvieran todo atado y bien atado le llevó una entente cordial con los chicos del grupo de don Abundio.

El acuerdo fue simple: se repartirían los terrenos del Valle y harían dos urbanizaciones. Fijaron entre ellos un precio máximo a pagar por fanega. Como eran ya muchos para tan poco Valle, aumentaron los coeficientes de edificabilidad y redondearon a doscientos cincuenta chalets cada uno. Gastos de urbanización, carreteras, aceras, farolas y menaje a medias. La fealdad intrínseca de nuestros viejos pueblos de casas bajas con tejados a dos aguas daría paso a una nueva arquitectura con perspectiva.

Nos dedicábamos a ello con afán y con esmero. Con amor y con ahinco.

 

Urbanismo depredador lo llamaban algunos. Ante crítica tan falta de perspectiva decía el patrón:

-       Error: qué sabrán ellos lo que es el progreso… ¡y el hambre!