domingo, 23 de diciembre de 2012

GINER Y EL CASO DE LA LICENCIA DE OBRAS (CAPITULO 7)


CAPÍTULO 7: A LA PLAYA, TO THE BEACH. Tarde del domingo 31 Agosto

 

Luigina cortaba la calima traqueteando. Al MP3 mixto de Rosendo y M-Clan dando cera. Llego tarde, pensé. La cincha repiqueteaba sobre el armazón de mi casco  (integral de fibra con visor solar con conexión de audio, doscientos cincuenta pavos en receptación). Pañuelo rojo sangre al cuello. El tráfico dominical de urbanitas a la playa era intenso: ¿Y si se larga? Maldita jefatura.

El viaje desde el camposanto al lugar de mi cita se me hacía eterno. El patrón, cuando ya me iba, me pilló; influenciado por el escenario sepulcral me largó un sermón insoportable y pesadito sobre la levedad del ser, a la par que me explicaba que con el jaleo se le había olvidado la lista de la compra de la jefa (Doña Teodosia Cacho Barba, consorte) y que el lunes a primera hora, sin falta, me ocupara. Mete puño, Giner, mete el puño que no llegas…

Las adelfas dejaron paso a las palmeras enanas y luego a las de verdad. Ya se veía la torre del faro de Cabo Palos desde la carretera. Paré en la gasolinera de la entrada y eché unos litros de caldo (sin plomo 95). Palpé el bolsillo trasero y constaté que los fondos menguaban. Tras pagar, aliviarme y peinarme en los aseos, a la vuelta de un pasillo eché mano a un pack de Mahou clásicas verdes y dos bolsas de patatas Agapito. Tengo que llevar algo, me dije.

Salí sin problemas, subí, me puse el calimero, arranqué y sorteé la barra de control con elegancia y rapidez, porque ya salía la niña de la caja. Le dije adiós con la mano y la anoté como quemada. Tendría que repostar en otra a la vuelta.

Llegué al aparcamiento del súper, bajé, la candé y saqué del arcón la neverita y los trastos de playa. Puse el casco en su sitio. Miré alrededor, no la vi. Inspiré: tampoco. Ésta se ha hartado de esperar, ¿o me ha engañado? Encendí un truja con aprensión.

Me quedé marcando el paso sobre el piso cementado. Primer domingo de mes: híper abierto. Al fondo una náutica. Padres de vacaciones empujaban sus carritos repletos de mandados. Tengo que hacer la compra, pensé. A la vuelta…

Turistas rubicundos llenaban el carro de alcoholes y preparados congelados de paella. Niños en bicicleta con sus cañas al hombro camino de los muelles. Bares abiertos. Gente almorzando leyendo la prensa. Jóvenes resacosos de regreso al hogar, paterno. Flores en flor. Un ficus gigante. Calor. La grava y el asfalto cuarteado sonaban al paso de los coches. Detrás del establecimiento unas grúas sobresalían sobre adosados en construcción, con vistas.

Revisé mi atuendo: bermudas tenis pirata, camiseta cuerpo olímpica, chaleco y cangrejeras. Equipación: nevera marinera, bolsa playa de caja rural y sombrilla a juego. Al cuello la prueba de su estilo y mi sangre. Acabé el cigarrillo y lo lancé contra una adelfa en gracioso vuelo.

Un bocinazo me hizo mirar detrás de mí y allí estaba ella; en un Saab 93 Aero, blanco, limpio, descapotable y descapotado. ¡Qué niveles estos nórdicos!

Lewis cortos desteñidos, pañuelo Zara, camisa seda amplia con estampados florales,  gafas Rayban color miel. Me la imaginé desnuda conduciendo con un botellín en la mano. Me gustó. Lo del pantalón me molestó: reusado y con desgarrones. Y yo que me había vestido como para ir de primera comunión. Agitaba la mano y me sonreía. ¿Es a mí?, me pregunté. A quién iba a ser. Si teníamos una cita, era lógico encontrarse en el lugar y a la hora acordada. Cálmate. Esbocé un a modo de sonrisa, cargué los bultos y me fui para ella.

 Se bajó del coche y vino. Me acerqué. Olía a comida japonesa y a cardo. Saludos, besitos mejilleros torpes, por la carga. Tonterías de rigor. De pronto me echó la mano al cuello. La dije mientras daba paso para atrás:

-       ¿Qué haces? Quieta…

Me acarició el fular rojo. Sonrió. Era eso, pensé. Lo ha reconocido. Debería haberlo lavado.

-       ¿Nos vamos? –me preguntó.

Eché los bultos al asiento trasero y fui para mi lado… Entonces ocurrió, la miré: de pie, rodillas juntas y de espaldas al sol. La imagine sin ropas y estaba desnuda. ¡El lumínico, ella es lumínica!, grité para mí mismo. Me caló la mirada e hizo el gesto ese como de quitarse un algo del pantalón. Cruzó las piernas. Me ruboricé y deje de mirar.

-       Es lumínica –repetí-, cuidado…

-       ¿Perdón? –me respondió.

Subió al coche. Subí y me senté a su lado. Como un valiente; anilla, delante ventanilla, el asiento de la muerte, pensé. Que puntito, esto del eros y el tanatos. Fum, fum… camino al parque, a la playa, a mi cala. Música de los Abba, sobre un tal Fernando. El nombre lo pillé, el resto ininteligible. Me dijo de pronto:

-       Te estuve esperando el viernes, te hubiera gustado la conferencia…

-       Me fue del todo imposible, tuve que enseñar a una compañera –respondí culpable.

-       No importa, no estuve sola. Miraba por si venías, otra vez será…

-       Sin falta.

Me preguntó sin mirarme no avisar:

-       ¿Eres católico?

¿Y yo qué la he hecho ahora? Vaya forma de empezar, pensé. Intenté recordar si yo en mi vida le había preguntado a alguien sobre su fe, o falta de ella, y concluí que no.

Pero  ella no era de aquí, era de por allí, y ya se sabe…

-       Sí claro: católico, apostólico, romano y del Real Murcia; de toda la vida de Dios.

Se echó a reír. Ésta me ha calado, me dije. Volvió a largar y aclaró el punto:

- Yo soy luterana –y viendo mi cara de haba añadió-: como decías que estabas en misa...

Recordé mi SMS de hacía un rato desde el cementerio:

 

hola guapa, estoyenmisa llego una pIzca tarde besos tuGiner

 

-       ¿Qué pasaje de la Biblia habéis comentado en el sermón...?

Peligro. Cambiar de tercio, reflexioné. Respondí:

-       Eh…, uno ecuménico. Pero yo prefiero meditar y sacar mis propias conclusiones…

 Asintió con la cabeza. ¿Y si ahora me pregunta cuales, qué le digo?

-        No te ofendas –añadí-, pero no suelo ponerlas en común, son propias y me da un poco de vergüenza, al principio...

La debí dejar planchada ya que se calló. Cuidado, me dije, ¿no habría un mensaje implícito en todo esto?  ¿Y si era una estrecha de las de misa diaria y oración?

Conducía con las dos manos sobre el volante. El aire caliente nos acariciaba. No me huele, me dije, pero vete a saber…. Imposible, concluí, es lumínica…

Entró Julio Iglesias en el loro CD, en inglés. Vaya tueste, pensé.

Calles fuera, semáforo en verde y a la autopista. La calima pegaba. Saqué el paquete y ella con un gesto de cabeza me contuvo. Miré el cenicero y parecía que estaba sin estrenar.

-       ¿No te importa?

-       Bueno, nadie es perfecto –respondí. Y lo guardé.

No hablamos mucho, ella preguntaba, pero el ruido me salvaba de tener que responder con coherencia. Necesitaba un tiempo para calmar mis nervios. ¡Lumínica!  Y oliendo a osa. A cebada y a cuajo natural.

A ciento treinta por hora, sol, paisaje de huertas, naranjos y edificios en construcción. Torres de apartamentos a lo lejos, mis greñas negras al aire.

-       ¿Te da mucho aire? Bajo la capota si quieres… -dijo mientras sacaba la mano por su ventanilla y se dejaba acariciar por el viento artificial.

-       No, no… -y me alisé el pelo.

Unos dos minutos de vía de alta velocidad, pero a su lado me parecieron casi tres. ¿Qué la digo?, me pregunté. Contra natura, en mi experiencia, ella no me miraba al hablar. Conducción y educación escandinava sin duda. El viento levantaba su camisa. Se desabrochó el nudo. Se la quitó con una mano.  ¿La miro o miro al frente? Se me van a ir los ojos, seguro. A ver si se da cuenta y se piensa otra cosa. Bueno, el mundo es de los valientes, me dije. Miré.

-          ¡Joder que cuerpo! –se me escapó.

Hizo como si no me hubiera oído. Me dijo:

-       ¿Queda mucho? 

Años y años de gimnasia sueca y estiramientos habían dejado su huella. ¿Habrá alguna santa con pechos de mantequilla?, me pregunté. Si no tiene nombre en el santoral, hay va mi propuesta:

 

“Santa Diosa Ursus, entera sin sal”

 

Giramos en la rotonda. El pasaje de una camioneta de rehabilitaciones y reformas nos escrutaba desde lo alto de la cabina con descaro. Saqué pecho y a ellos un dedo. Dejamos a la derecha la vía que lleva a la lengua hormigonada de la Manga y tomamos el desvío de tierra al parque natural. El olor del mar lo impregnaba todo. Polvo ocre, cactus y adelfas en flor. Un sembrado de alcachofas en sazón daba un punto huertano. Me levanté y agarrado al parabrisas intenté coger un ramito de una adelfa a la carrera pero sólo logré arañarme las manos. Ella redujo velocidad y me miró preocupada:

-       ¿Qué haces? ¿Te has hecho daño?

Negué con la cabeza. Me pareció que no lo había pillado. ¿Cómo explicárselo? Comunicación, Giner, comunicación. Sonreí y me chupé el rasguño. Me acaricié su pañuelo, el del cuello.

-       Parece que estoy condenado a sangrar en nuestros encuentros –dije.

-       Ponte el cinturón por favor…

Barranquillos, botes, suspensión a prueba, risas. Parque natural silvestre. Un obstáculo. Paró, levanté la barra de madera en horizontal y accedimos al sendero que lleva hasta la cala, a mi Cala Federica.

-       ¿De dónde eres? –me preguntó.

-       De por “acá” -respondí.

Seguimos la ruta marino-forestal; altozano, polvo hacia atrás, huecos en suelos de minas exprimidas y luego abandonadas, flora de endemismos locales, adelfas, palmeras aisladas, cactus y otras plantejas de esas, fauna esquiva.

Mi olfato asimiló la potencia del mar y comenzó a apreciar la delicadeza, fuerza, duración y variedades de su aroma. La miré. Pensé. Me miró. Me ruboricé.

-       ¿Y tú?

-       ¿Perdón?

-       ¡Qué de dónde eres tú! –le aclaré

-       De un pequeño pueblo del Norte,  Strassfunborg en Aaarorg –me pareció entenderla.

¿Por dónde caerá eso? En Escandinavia o Laponia, seguro.

La senda de arena era interrumpida por zonas cementadas sin ningún criterio identificable. Vaivén al pasar las torrenteras. Primera y subimos. En la cima vimos un grupúsculo de adosados en clara infracción de la ley de costas. Pronto lo dejamos atrás pero me dejó un regusto amargo. En algunos tramos el sendero mostraba grandes bocados laterales en su firme, fruto de la acción de los elementos naturales y la pericia de sus constructores.

-       ¿Sigo por aquí?

-       Sí, todo recto sin salirse, cuidado con las pendientes.

-       ¿A dónde me llevas, Ginés?

Abajo, a la arena, al mar, al peligro, a donde hiciera falta, al romance…, pensé.

-       Hasta donde tú quieras –avisé.

Bordeábamos el mar por la ladera de la sierra. Chumberas con frutos entre espinas y hojas verdes surgían entre las secas colinas. Una palmera solitaria daba un aire oriental. Desértico. Y ya. Allí era. Se lo indiqué con un toque en su brazo. Me gustó al tacto. Paró y maniobró. Aparcó al sol en un recodo y nos bajamos. Se estiró. La miré hacerlo. Una vista de lujo.

El Mar Mayor a sus pies. Le señalé con la mano a dónde íbamos: Cala Federica: “mi” cala. Abajo mi destino. Accesible únicamente por mar; o por tierra si se conocía el camino. Vacía. Toda nuestra. Los turistas y locales  no pasaban de las primeras playas del parque y estábamos solos.

Lugar mágico, endemismo local de amplio espectro, zona virgen en esta tierra de asfaltos, ladrillos y cementos. Flores salvajes se acogían en los huecos de las rocas horadadas por el viento para protegerse y prosperar.

-       Todo para ti, mi chata –dije.

Eso si lograba descender el terraplén cargado con la puta bolsa, la nevera marinera y la sombrilla. Le sonreí por señas e inicié la marcha. Bajé como mejor pude; por el sendero de excursionista que ya había recorrido otras veces, pero nunca con tanta mierda y aparataje de deslumbrar como en esta ocasión. Cantos, matojos, rocas sueltas, arenisca.

Miré hacia atrás. Me seguía de cerca con su  bolsa Loewe al hombro. Mucho garbo, como una montañera; segura, muslos prietos y pies firmes. No parecía que fuera a caerse y arrollarme. Me tranquilicé.

 

Ya está, ya pasó. Llegué abajo sin tropezar ni perder la compostura; rápido, nevera a la sombra de la roca, estratos de pizarra, que sobresale a la derecha según se baja y forma un a modo de marquesina natural. Acomodé los trastos con esmero y cierto alivio.

Ella, descalza ya, se paseaba por la orilla. Se volvió y sonrió. Me di la vuelta y fingí acomodar la carga. Cuando volví a mirar estaba parada, al sol, sin gafas, mirando la mar.

Mejor, así podría cambiarme a gusto, me dije. Me quité el pantalón pirata, el chaleco y las chanclas y me quedé en cuerpo-elástica y slip. Rojo, de mercadillo, secado rápido según me habían asegurado, y al cual le había quitado yo el forro para facilitar el movimiento.

 Fui cerca de la orilla. Vino. Dejó su bolsa en la arena.

-          ¿Aquí?

-          Donde quieras. Es toda tuya.

Abrí y planté la sombrilla en la arena, cerca del rompiente de las olas. Extendí mi toalla bajo ella. Miré mientras se quitaba el Lewis roto y la camisa. Alelado, vaya cuerpo serrano: nórdico. Se tumbó boca abajo sobre la arena. Al sol de levante. Me tumbé en el paño. Estaba tremenda en bikini. No me atrevía mirar. Me parecía que ni mis gafas de sol iban a protegerme si me lanzaba a escrutarla. ¿A lo mejor lo está esperando?

Rubia de pelo y dorada de piel, bikini blanco, tumbada se confundía con la arena. Se le pegaban al cuerpo las motas negras y amarillas. ¿Se quitaría la parte de arriba? En cuanto nos tomemos unas cervezas, me respondí. ¿Cómo serán? ¿Caídas hacia arriba?, desde luego prometían. ¿Llegaríamos a ser algo más que buenos amigos? ¿Jugaríamos con las palas y la pelota y se balancearían con los lances? ¿Fusionaríamos en frío?

Primera cita, dudas sin cuento…

Me levanté y fui al saliente a por una birra.

 

Allí estábamos. Tres de la tarde, solar, en punto. Frente al mar. Solos. En pleno parque natural de Calblanque, orgullo regional, escenario de aventuras veraniegas en sus extensas y desiertas calas. Al fondo sobresalía la peña del Águila. Confiaba yo en su magia para avanzar en lo mío con ella. Que los fantasmas de pasadas aventuras la influyeran.  

-       Mira –la dije señalando el pico inspirador.

Se incorporó, se puso sus Rayban y oteó.

-       ¿Dónde? ¿El qué?

Ya lo verás, ya se verá –me dije.

-       Nada – y me giré de espaldas a ella.

Sentado amontoné arena en la base para evitar altercados con el viento. Me arrimé a la sombra protectora. De pronto se levantó y se fue. Entró al agua saltando de cabeza, en medio plancha. Mientras la veía bañarse y quitarse el polvo del camino, fui a la nevera y pillé.

De un trago. De pie. Un lujo; valía la pena el esfuerzo de llevarlas hasta allí. Con agua que las recubriera y hielo. Esa es la razón de su desproporcionado peso y el bamboleo de la nevera al descender, razoné. Saqué  otra y la empecé a tomar con calma. No te embales Giner que queda mucho día y el alcohol y el sol no casan bien, pensé, recuerda lo que dicen los moros.

Volví a la sombra protectora, me senté y la acabé. Arrugué el bote y lo eché “patrás”. Sin mirar. Esperé a que saliera. Dejó el agua, se sacudió y se fue a pasear por la orilla. Arrastraba los pies por el reborde de la cala. Parecía meditabunda. ¿Qué tienes mi amor? ¿Qué te duele?

La playa no mide ni cincuenta metros de largo. Acabó pronto. Se hizo otra ronda arriba y abajo. Se dio un chapuzón rápido. Nadaba con estilo. Una gaviota pasó graznando sobre ella. Vete, pensé.

 

Madre mía, ya venía. La miré sin mirarla. Rubia, pero de quinta generación por lo menos; hija, nieta y bisnieta de rubias y aun de más antiguo. Cuerpo y osamenta bárbaros: extranjeros. De gimnasia, yogures, quesos cremosos y estiramientos centenarios. Piel y vello de color hierba seca, agostada.

La echaba yo unos treinta y pocos, pero vaya usted a saber; si pudiera la miraría el pasaporte; no es que no me fiara pero ya lo dice la canción. Se aproximaba. Gotas de agua le moteaban el cuerpo.  Parecía tristona. Tremenda, lo que se dice tremenda. Calma Giner, que no es la primera que te traes aquí.

Ya estaba allí. Se paró de pie, frente a mí.  Control y saber estar.

-       ¿Te apetece una birrita, chavalota? -dije mirándola a los ojos.

-       Sí por favor. Está buenísima el agua. ¿No te bañas?  -me respondió mientras se sentaba a mi lado, secándose el pelo con una toalla Loewe a juego.

Me ponía malo esa postura. Ver como levantaba los brazos. Y esas piernas. Las olas cesaron en su pesado vaivén. Silencio. La gaviota de antes nos sobrevoló graznando. No dije nada, sonreí, me levanté y fui hacia las rocas en busca del pedido. En algún momento te tendrás que quitar la cuerpoelastica, pensé. Y enseñar  pectorales.

No es que fuera uno famélico, pero comparando esqueletos el fruto de la alimentación de su Escandinavia natal durante generaciones contra mi dieta de productos del cerdo, garbanzos, tomates y huevos la verdad es que me deslucía un poco. Me arrollaba.

Blanca danesa contra oscura de la tierra, renegrida. Bastantes centímetros en altura a su favor. Tumbados todos somos iguales, me dije dándome ánimos.

Llegué al reborde, la abrí y saqué dos del fondo. Casi no quedan, debería haber pillado otro pack en la gasolinera, pensé. Volví con ellas en las manos. Seguía sentada. El viento ruló. El calor asfixiaba. Los borreguitos sobre las olas aparecieron en el horizonte marino. Hacía mar. Le tendí la suya.

-          Gracias Ginés…

Es preciosa. Dile algo bonito. Se los miré y me lancé:

-       ¿Te puedo hacer una pregunta personal?

-       Sí, bueno...

-       ¿Te gustan los yogures con cachos de frutas del bosque?

-       Tonto, no me hagas reír…

 

Tras mojarme los pies volví a la sombrilla. No se lo tomes a mal, no es de por aquí. No sabe que queda feo insultar. Le miré a la cara y abarcando con la mano el lugar dije:

-       Todo esto es para tí. Este sitio se va a llamar Cala Úrsula, a partir de ahora…

-       Tonto…

¿Otra vez? Y yo qué te he hecho, pensé.

-       Te lo prometo, es mía y se llama como a mí me da la gana, soy el descubridor…

Se reía la princesa. Esa pena se le iba. Piel dorada, poca tela, risa fresca, olor a hielos polares: combinación irresistible. Se echó un trago de la lata y se tumbó al sol. La miré y no se movía asolándose, concentrada en pillar moreno. Lo entendía, que eran muchos años de nieve, hielo y ventiscas y se estaba desquitando. Por eso está tan triste, pensé.

Me cortaba mirarla extendida, entregada a su dios, medio desnuda, ojos cerrados. Me tumbé junto a su cuerpo. Ataca ahora, me dije.

-       Háblame de ti Ginés –me pidió sin avisar.  

Caray, ¡qué manía la de las tías! Siempre con lo mismo. Es como un peaje en la autopista, no hay forma de evitarlo. Me  reviré a su vera y sin mirárselos me lancé al vacio de la intimidad sobre mi disparatada vida. Sin el menor comedimiento y con la decidida pretensión de acabar y ponernos a otra cosa, empecé:

-       Fui parido en casa en primavera. Aquí cerca en la sierra, entre encinas y animales. Ese invierno el abuelo se congeló en la montaña al romperse la pierna buscando a su cabra por los riscos…

-       ¿Se murió?

-       Sí, ya era viejo, y había nevado –y seguí-. Crecí solo con Madre en la choza de una finca abandonada. Con agua de río, calefacción y cocina a leña. Pero pienso que tuve una infancia feliz. Como el Buen Salvaje pero en murciano.

-       ¿A lo murciano?

-       Sí coño, a pedradas... –aclaré-. Y estaba sano. El cerdo es de por aquí y me gustan hasta sus andares. La sopa de tocino con bellotas está chula. Si te animas te la preparo para cenar. ¿El sábado que viene?

-       ¿Y tu padre? –preguntó cambiando de tercio.

-       Mi padre, una vez satisfechas las necesidades de su biología varias veces, nos había abandonado. Aunque te digo que no se despreocupó del todo de nosotros. Gracias a su mediación me catalogaron de alumno no presencial, con el derecho y el deber a ausentarme de la escuela.

-       ¿Y eso? ¿Por qué lo hizo?

-       Y yo qué sé. Por no verme por el pueblo, imagino.

-       Entonces no fuiste al instituto…

-       No, aprendí autodidacta de la misma naturaleza; de los bichos que sacaba a triscar por los riscos y algún compañero cabrero. Miento –añadí-, una profe, la señorita Rosa venía a hurtadillas a enseñarme las letras y a prestarme libros de aventuras…

-       ¿Qué estás leyendo ahora? –dijo señalando uno que sobresalía de mi chaleco tirado.

-       Eh, nada… –mejor no comprometerme, pensé. Pero se veía y dije-. Uno de bolsillo…

-       De bolsillo, claro… No me hagas reír –respondió riéndose.

Por lo menos esta vez no me ha insultado, pensé. A ver si acabamos pronto con esto.

El viento ruló otra vez. Una nube despistada ensuciaba el cielo.

-       Hace calor. ¿Nos bañamos?

-       Vete yendo tú, ahora te sigo.

Se levantó ágil, con gracia y se alejó andando. Al llegar a la orilla le vi quitarse la parte de arriba y dejarlo caer, con descuido, en la orilla. Estaba de espaldas, pero vendría luego. Uf, que situación. ¿Y si ocurría? ¿Y si mi naturaleza campesina se imponía? Vaya corte, pensé.

Pero bueno, no te preocupes, me tranquilicé, en el fondo es un halago. Si una mujer al verme suspirara y le entraran sofocos yo me lo tomaría como un cumplido. No me ha ocurrido nunca pero vaya usted a saber. Pues esto mío lo mismo, o parecido.

Me miré el slip. En fin, si me pasara y ella se fuera a percibir del tema, siempre quedaba el tumbarse boca abajo o salir corriendo hacia el agua. La miré zambullirse desde la orilla. Sol. Cuarenta grados. Un carguero surcaba el horizonte. Las olas pararon. Calma total.

Si yo tuviera un yate, otro gallo me cantaría, me dije. O un fueraborda. Me pareció irreal y bajé el listón: o un bote con remos. Cualquier cosa que me llevara mar adentro, con ella. A solas. Y un buen juego los dos al vaivén de las olas. Al bamboleo; al rock and roll. Me estaba embalando.

Me incorporé y fui andando al saliente. Quedaban dos frías en la nevera  y un seven up. Tomé una. La apuré de un par de tragos. Seguía nadando. No se cansa, pensé. Espachurré el bote y lo eché dentro.

Para comer sólo tenía almendras y una de aceitunas rellenas de anchoa, caducada. Me di cuenta que había olvidado las Agapito en el arcón. Parecía poco. Bueno ya veríamos. Pegaba fuerte y pensé en darme un chapuzón. Y perseguirla. Y pillarla. Y lo que viniera después. Me tomo una birra y al agua, me propuse.

Como soy de la escuela del mar Menor y mi estilo de natación lo superan hasta los perrillos la esperé leyendo. Mientras ella hacía largos y largos, sin top. Me ponía de los nervios.

-       ¡Qué pasa! –le dije-. Que hay que ser pez o saber nadar para vértelos. Estrecha.

Estaba lejos y por fortuna no me oyó. Me tumbé en la toalla y me concentré en la lectura.

 

Gotas de agua fría cayeron sobre mi espalda. Me volví. La vi. Todo lo larga que era, de pie, en bikini. Me lo he vuelto a perder, pensé. El sol me deslumbraba. Se escurría el pelo con las manos. Me mojaba. Estaba aquí y ni me había enterado. Se mueven como gatas estas noruegas, pensé. Me puse las gafas de sol. Miré. Pero ella se lo había vuelto a poner. Estás listo, te las has perdido. Y a ver cuando vuelve a pasar.

  No miraba y en su bobada de la cabellera empapó la página 39. Era intolerable. Me revolví, agarré sus rodillas, las junté y empujé.

-       Uaorg... –dijo en el aire. Cayó redonda. Luego, ya en la arena, se partía de risa-. Bobo… - me insultó y me lanzó un beso.

Otra vez faltando, me dije. Me eché encima recriminándola su descuido y su falta de respeto. Ella había cogido el libro y miraba la portada.

-       Oye que esto va en serio, que es del Savater…. -le dije mientras ella luchaba en falso haciéndome cosquillas. Me entró arena por el slip-: Que no es de sexual, tronca, que es un castigo…

Pero claro al ser el título el de “Ética para Amador” me daba que no me creía. Seguía luchando, jugando. Era fuerte. Usaba manos y piernas desde el suelo. Giraba con brío. Olía a deseo, a risas. Vale te vas a enterar. Me arrodillé para dominarla. Si me provoca, me dije. Al intentar agarrarla se echó a un lado y escapó de un salto. La grité:

-       ¿Te crees muy lista por saber hacer gimnasia sueca?

Me puse en pie y fui detrás. No podía escaparse. Playa de cincuenta con ancho máximo de veinte. Y si se va por los riscos, ¿A cuántas cabras no habré yo acorralado? Andaba de espaldas, despacio, mirándome. Olía a pingüino jugando en un iceberg.

-       Ya eres mía, mandarina –grité.

Me hizo una pedorreta sonora, con arte y se alejó andando de espaldas. Yo detrás, sin prisas. A cinco metros de la orilla, se dio la vuelta y echó a correr.

-       Ah felona, era eso, me has pillado.

No llegaba. Cesé en la inútil persecución. De un salto se zambulló. Nunca te fíes de las finlandesas, me dije, siempre se inventan algo.

Desde el agua nadando me saludaba... agitaba el top del bikini en la mano.

-       Cabrona -correspondí-, espera, espera...

Fui a la marquesina natural, a hacer tiempo.

 

Cuando desperté, “ella” todavía seguía allí.  

Tumbada, el parasol de la Caja Rural Costa Cálida le protegía. Saludé con la mano. No me vio. Tiré un canto, a rozar. No se asustó. Miró hacia mí.

Abrí la boca, hice primero el gesto con los dedos de beber  y luego a ella. Vamos, que si quería una cerveza. Lo del seven up no se me ocurría como indicárselo. Asintió con la cabeza. Saqué el brebaje y las aceitunas y fui a su lado. La calor pegaba y me despojé de mi camiseta  cuerpoelastica. Me pareció que sus ojos polares escondidos tras sus gafas de color miel trabajaban. Subí los hombros, con estilo. Cogió el seven, un par de aceitunas y me echó una de esas sonrisas de cine que se gasta.

-       No te enfades por lo de antes. Fue sin querer. Toma…

Sacó del bolso un volumen y me lo dio. Miré y era: La Guerra de los Tres Billones de Dólares, de un tal Stitgliz. No la hacía yo el gusto por lo James Bond, más del Mankell y su Wallander pero bueno, nadie es perfecto.

-       Gracias, ¿lo has leído ya?

No respondió. Lo intenté meter en el chaleco y no cabía. Claro, ella gasta de estreno y en pasta dura, me dije. Lo puse bajo el chaleco. Miré arriba y ya eran las cuatro y trece. Hora de la siesta. Bueno, es el momento ideal para triunfar, me dije. Entonces me preguntó:

-       ¿Cenamos ya?

-       ¿Eh?

Sin esperar mi respuesta, se levantó y de su bolsa playa sacó una toalla gigante. Puso mitad al sol y mitad a la sombra.

-       ¿Puedo hacerte algo? –pregunté.

-       No hace falta, déjame a mí –me malinterpretó.

-       Vale, ¿quieres sol o sombra?

-       Sol por favor. Bastantes sombras he tenido.

¿De qué habla?, pensé. A ésta le pasa algo con el frío y con la sombra me dije. Hurgó de nuevo en su bolsón de playa y sacó dos túpers blancos de tapa roja. Los puso sobre la toalla y se sentó cruzando las piernas. Me ponía malísimo. Bueno, esperaré, me dije.

 Fui a por bebida a la roca y cuando volví ya estaba la mesa lista. Me senté entre platos de plástico y picoteé de uno de ellos.

-       ¿Y esto qué es lo que es?

Me explicó la cena, merienda a mi criterio y horarios, que traía: salmón marinado, arenques salvajes, patata cocida y cebolletas en sándwiches enanos de pan negro-marrón. Botellita de agua mineral con gas y cerveza alemana suave para mí.

-       ¿Por qué hueles antes de comértelo?

-       Para apreciar los “bouquet” bonita.

-       ¿Y te gusta?

-       Si viene de ti, todo me gusta. ¡Todo! –repetí con sentimiento.

Bajó los ojos sin responderme.

 

Comía con gusto y cierto estilo a niña pija. A bocaditos. A cada canapé le daba tres mordiscos cortos. Intenté copiarle y se me cayó el salmón a la toalla. Lo cogió y se lo comió mientras decía:

-       Mío, mío… -y se reía la brujilla.

Una gaviota nos miraba esperando su turno. Dos avispas aparecieron de no sé dónde. El viento ruló. Acabé de comer, me tumbé y me encendí un cigarrillo.

-       ¿Qué tal vas?

-       Eh…

-       Con lo tuyo.  

¿De qué habla? ¿Sabrá lo de mi contrata?, me pregunté. ¿Y lo del coche del patrón?

-       Con tus estudios, me dijiste que preparabas oposiciones. ¿Cómo te va?

-       Bien, bien –respondí aliviado-. Empecé con Notarias y Despachos, pero ahora estoy con las de Secretario de Juzgado. Es más solidaria –le aclaré.

-       Sí –dijo mirándome seria.

Acaba pronto con esto. Tiene mucho peligro, me dije. Cambié de tercio:

-       ¿Dónde vives?

-       En Mar de Cristal, en el Mar Menor. Llevo un año…

-       Ya, lo conozco. ¿Te gusta? ¿Qué haces allí tan lejos de tu casa?

Se levantó y sin decir nada se fue a andar por la orilla. Olía a dolor. Olía a miedo. ¿Aquí pasa algo raro?, pensé. La vi sentarse en el borde justo donde rompían las olas. Tomaba agua y arena entre las manos y la dejaba escurrir. Al caer se formaban pequeños grumos con forma de píldoras de chocolate que se amontonaban una sobre otra. Al poco ya había formado una torre a su vera. Estilo princesa encarcelada. Me dio cosa invadir su intimidad y cambié de postura, boca abajo.

 

Volvió. Me daba que había llorado. Recogió los restos, la ayudé. Se me cayó un canapé en la arena. La gaviota se agitó nerviosa.

-       Ven conmigo –le dije extendiendo una mano.

Me agarró. Caminé hasta el recodo de la cala andando.  Luego por el mar, yo haciendo pie, la llevé a la cueva. Entramos. Era una balsa en calma. Me agarré a una roca que sobresalía.

-       Es mágica. Fue refugio de un pirata…

Nadaba a braza y miraba con curiosidad. La ola entró mansa y topó con el farallón. Otras detrás. Subían lampeando y caían con ruido. La cueva amplificaba su enfado. Cuando al romper gruñeron y le salpicaron gritó:

-       Ahhh…

Se agarró a mí hombro. Me dio un beso, medio muerdo. Nos quedamos un buen rato viendo la tonta lucha del agua contra la piedra: absurda, constante, incansable.

-       Ohhhh… -se reía.

Son como niñas…, pensé agarrado a una roca. Le dije:

-       Si tú fueras leño y yo llama, si quisieras que castañas no asarían nuestras brasas.

Me dio otro medio muerdo en le boca y me dijo:

-          Schiller, la campana…

Pensé en hacérselo allí mismo pero el recuerdo de mi escuela de natación me contuvo. La hice señas y volvimos a la playa. Yo de puntillas con el agua al cuello y ella estilo “crawl”, cabeza por fuera y palmeo de brazos constante. Se te va a escapar Ginés, pensé…

 

Luego, continuando con el programa lúdico cultural que me había marcado, jugamos a las palas en la arena. Con la camisa anudada ella, me vapuleó.

Al acabar nos tumbamos, yo jadeando. Al sol. Treinta y nueve grados, Celsius. Fumé otro y tosí.

-       ¿Me ayudas, Ginés?

Le di aceite de zanahoria en la espalda. Esmerándome, con codicia, repasando; “ella” a mí una caricia en el pelo, en reciprocidad. Ahora, me dije, pero algo debió intuir. Flexionó de brazos, dio un salto, se puso en pie y en tres pasos se zambulló.

Me quedé con su olor y con mis ganas.

 

Me  bañé y nadé a perrillo siguiendo su estela, pero no se lo quitó. ¡Hay que joderse!, me dije exhausto. Al poco volvió a tierra y yo detrás. Escupí los restos de un buche que me había tragado en el intento de nadar y mantener la cabeza fuera del agua para vérselos. Pero eso ya había pasado: ahora era el ahora. Fui a la nevera bajo la roca y hurgué en ella. Volví. La di la última. Caldosa.

-        Gracias, cielo –dijo mientras se tumbaba boca abajo y se desabrochaba el biquini.

Me vas a tener que hacer un croquis con los tiempos guapetona, pensé mientras me sentaba a su lado. Si lo hubieras explicado me ahorraba el trago.

-       Sigue hablándome de ti y de tu madre por favor. ¿Tienes hermanos?

-       No –respondí-. Estábamos solos Madre y yo.

Recordé otras cosas de mi vida pero decidí no contárselas porque eran mías y de Madre y sólo nuestras y no añadían nada a aquella cita ni a esta historia.

Ahora es el momento, pensé. Y me lancé. Al segundo muerdo, con tocamiento pectoral, me paró y con las manos me apartó. Me dijo:

-       Me gustas Ginés, pero es pronto, ¿esperarás?

Me separé. ¡A qué hay que esperar!, ¿a qué hagamos la digestión?, pensé. Asentí con la cabeza. Por si no lo sabes, no eres la única rubia del mundo…, pero ninguna huele como tú. Esto también me lo callé. No era el momento.

-       Qué remedio –respondí.

Me acarició el pelo y me besó en los labios. Sin lengua. A lo mormón. ¿Qué pasa ahora? Aclárate por favor, aclárate… Tengo que hacer algo, si estuviéramos en una cama de verdad esto no habría pasado… Me levanté y fui a dar pataditas al agua por la orilla.

 

El viento respetó mi malestar y dejó de olear la mar. Cuarenta y dos grados. Celsius. Se me pasó el calentón. Volví junto a “ella”. Se había sentado y puesto el top. Me senté a su lado. Levanté la mano y dije:

-       No creas que no le tengo ganas a padre por lo que nos ha hecho. Pero no será hasta que la palme el bicho que me plantearé la conveniencia de pedir su exhumación para el reconocimiento de mis legítimos derechos derivados de mi ilegítima condición.

Y ya estaba: confesado. Bastardo, que vergüenza, pero es lo que hay. En ese momento se giró sobre la arena, se volvió hacia mí, me acarició la rodilla y me dijo:

-       Ginés…, que mala desdicha tienes. Es un hombre odioso.

Se medio incorporó. La arena se le había pegado al cuerpo y parecía una croqueta.

-       No, es peor, es un Bicho –respondí estremecido por la visión gastronómica.

-       Claro amor, claro que sí. Pobre…

 

¿Amor? ¿Me ha llamado amor? Vale, pensé. Pero no te me duermas. A ver si acabamos pronto con la charla y llegamos a algo más. Eché un buche largo e intenté continuar.

Pero no pude, no tenía ya ganas. De repente lo vi: ¡Pobre, me había llamado pobre!

Bastardo, iletrado, delincuente, bandarra y otras definiciones me habían dado, y no sin razón, pero ¿pobre? Honrado no era, pero ¿pobre? Pero no era eso. Era peor. ¡Le daba pena!  Tanto esfuerzo, tanto trabajo, tanto esmero en el vestir y en el hablar para eso. Hasta había nadado en alta mar. Dar pena. Se me estropeó el momento.

 

El resto de la tarde se nos fue pitando. ¡Pobre!, no se me iba de la cabeza. Ni su olor a mantequilla salada me cambiaba el humor.  Le enseñé a lanzar cantos planos contra el mar y hacerlos saltar sobre la superficie. Le fascinaba y al poco ya lograba seis rebotes. La dejé sola y continuó tirando y mejorando ratios. Es perfeccionista, pensé. Claro, con sus playas nevadas y sus mares congelados tiene que desquitarse.

 

Y al aliviarse el sol, alegué compromisos ineludibles posteriormente adquiridos y dije que teníamos que irnos. Se cambió de bañador cubriéndose el cuerpo con la toalla. Comprobé que el mío estaba ya casi seco y me lo dejé. Cuando cerraba la sombrilla me señaló un paquete de tabaco vacío en la arena. Lo cogí con desgana pensando que me iba a tocar cargar con él otra vez y que ya se lo llevaría el mar por sí mismo. Luego me indicó con la mano  las colillas que yo, diligente y precavido, había apagado en la arena.

Se inclinó a coger algo de espaldas y en ese momento las enterré con el pié. Lo debió ver por la nuca y se volvió. Sin reproches se agachó y desenterró con las manos media docena de mis tobas y las echó a la bolsa residuos. Miré extrañado y asustado. Me señaló una lata arrugada y me dijo:

-       Ésa es tuya…

Me agaché. La eché dentro. Luego me hizo ir con “ella” por el borde interior de las rocas y empezó a meter en la bolsa del súper unos restos oxidados, cabos y botellas vacías que otros, antes que nosotros, habían dejado. O el mar empujado hasta allí. La seguía fascinado.

-       Si eso no es nuestro -dije.

Ni puto caso me hizo. Cuando estuvo llena de detritus me la pasó y cargado hasta los topes con el aparataje playero y la bolsa de residuos inicié la subida tras ella maldiciendo la ecología y a todas las masas forestales del universo.

Ya veremos si la cambio el nombre a mi cala Federica, pensé.

 

Una vez arriba me dije que vaya ruina. Estaba claro que mis expectativas eran demasiado altas. Tanto trabajo no me iba a valer para nada. Dar pena: ése parecía ser mi destino…

 

Volvimos en su coche y ni el olor a carne tostada ni su melena al viento me cambió los humores. Me puse mis cascos por no oírla. Al MP3, Deep Purple, Made in Japón. Me estaba pasando y los desconecté. Sonaban los Mecano en su CD. Me acordé de mi rusa. Miré al cielo para calcular la hora que era. De pronto le dije:

-       Derecha.

-       ¿Cómo?

-       A la derecha, ya mismo –ordené.

Me miró sorprendida y giró. Dios mío, pensé, se me están pegando los modos del patrón. Entramos en un camino de terracería y unos cuantos baches después llegamos al final del trayecto. Paró y sin hablarle me bajé. Anduve. Miré atrás, se había bajado y me seguía a la japonesa, unos metros por detrás. A unos treinta metros, bordeé un cactus gigante y paré. Me alcanzó, miró y exclamó:

-       Oh, es precioso Giner…

A nuestros pies, un cortado en farallón. De frente, todo el mar para nosotros. Una vela a lo lejos rompía el horizonte. El sol se escondía al fondo. Nos sentamos sobre rocas calizas horadadas por el agua de las tormentas. Me encendí uno. Ella vista al frente. Embobada.

-       Mi mirador –le dije.

Un lagarto verde y rojo salió de una chumbera y se asomó a curiosear. Grité:

-        ¡Ven aquí bicharraco!

Sonaba a Kafka, pero en murciano. El bicho se alejó reptando. Se te ha escapado, pensé. Mi acompañante había entrado en trance. Seguía con la vista y con el cuerpo el acostarse de la estrella entre las sabanas del agua. Joder, me dije: si es siempre lo mismo. No sé que les da a las mujeres con esto.

Miraba distraído la chumbera a ver si asomaba de nuevo el animalejo cuando su brazo me rodeó la espalda. Su cabeza se apoyó en mi hombro. No hablaba. No hablábamos. Me sentía a gusto. Miré a la mar con el sol. Vale, pensé, no es feo pero cansa. Al poco le desasí el brazo con cariño y me alejé para aliviarme de vejiga.

Tras un arbusto me posicioné. A ésta la pasa algo, reflexioné. Es extranjera y luterana, eso está claro, pero hay algo más. Cuando miré abajo dos mosquitos trompeteros zumbaban. Me mojé una mano al ahuyentarlos. Sólo me faltaba esto para acabar el día satisfecho, pensé. Regresé confiando en que no notara el efluvio escatológico. Me oyó volver y me dijo:

-       Gracias,  Ginés. Te debo una …

-       Eso es lo que pasa –respondí evasivo.

¿Qué me debe ésta?, pensé. ¿Me va a enseñar diapositivas de sus lagos helados? Esperemos que no. Se levantó y anduvo sin mirar el suelo. De pronto se agachó y cogió un meño horadado.

-       Si ya se ha ido. Son muy esquivos –le dije-. No vuelve a salir hasta que nos vayamos

-       Tonto, no es para eso. Es un recuerdo… de esta velada… y de ti.

-       Pues vale –respondí. Si una piedra es mi legado en tu memoria….

Deshicimos el camino agarrados de la mano. Me daba corte. Es por su seguridad, me justifiqué. En silencio. Casi al final se volvió y le lanzó un beso al sol, al farallón o al lagarto. Llegamos y subimos al coche. Me besó en el cuello. Un higo maduro cayó al suelo por sí mismo. Arrancó y marcha atrás salimos del sendero.

 

Tonteamos un poco a la vuelta. Se reía con los vaivenes al pasar los baches y las rodadas. Autovía. A ciento cincuenta. Melena y greñas al viento. Me llevé la mano a la cabeza y todavía olían a orín mis dedos. Llegamos. Le pedí que me dejara en cualquier lado en el parking. Besos en los morros, cerrados, de compromiso. Tras la estiba y desestiba del aparataje recogí mis cosas. Me despedí con un lacónico:

-       Nos vemos…  

-       Adiós, Ginés, gracias…, te llamo para lo de la cena… -y arrancó.

-       Vale, vale, lo hablamos… Oye, espera ¿estás casada? –le pregunté; pero no me oyó.

 

Camino a casa en mi moto, a noventa y seis por hora, ya le echaba de menos.

De pronto me dije: ¡La compra!, se me ha “pasao”. Mañana sin falta, me impuse.

En la rotonda a la autopista un todoterreno de recogida de niños con rubia al volante se saltó el ceda el paso y me obligó a frenar en modo derrape complejo en arena. Puse en pie a Luigina y me fui detrás. Le alcancé en la retención del carril de entrada. Eché mano al bolsillo delantero y me acerqué. Paré junto al vehículo agresor. Me quedé inmóvil, pensativo junta a la puerta trasera. Un niño rubio de unos doce años sacó la cabeza por la ventanilla y al verme con la navaja abierta en la mano dijo: 

-       Yo de mayor no quiero ser como usted.

Le miré, guardé la albaceteña, metí puño acelerando y me piré. ¿Tienes miedo de un niño, Giner?, me pregunté. No, era peor; no sentía el deseo de vengarme.

 

Todo tiene arreglo menos el desamor, reflexioné. Pobre..., eso pensaba. Pero no estaba todo perdido; si le daba pena le cambiaría la percepción. Sólo necesitaba una oportunidad para hacerle ver mi realidad.

Tiempo al tiempo y tú no te me escapas ni aunque te encomiendes a la Virgen de los Desamparados. ¡Por mis muertos!