viernes, 28 de diciembre de 2012
domingo, 23 de diciembre de 2012
GINER Y EL CASO DE LA LICENCIA DE OBRAS (CAPITULO 7)
CAPÍTULO 7: A LA PLAYA, TO
THE BEACH. Tarde del domingo 31 Agosto
Luigina cortaba la calima traqueteando. Al
MP3 mixto de Rosendo y M-Clan dando cera. Llego tarde, pensé. La cincha
repiqueteaba sobre el armazón de mi casco (integral de fibra con visor solar con conexión
de audio, doscientos cincuenta pavos en receptación). Pañuelo rojo sangre al
cuello. El tráfico dominical de urbanitas a la playa era intenso: ¿Y si se larga?
Maldita jefatura.
El viaje desde el camposanto al lugar de
mi cita se me hacía eterno. El patrón, cuando ya me iba, me pilló; influenciado
por el escenario sepulcral me largó un sermón insoportable y pesadito sobre la
levedad del ser, a la par que me explicaba que con el jaleo se le había
olvidado la lista de la compra de la jefa (Doña Teodosia Cacho Barba, consorte)
y que el lunes a primera hora, sin falta, me ocupara. Mete puño, Giner, mete el
puño que no llegas…
Las adelfas dejaron paso a las palmeras
enanas y luego a las de verdad. Ya se veía la torre del faro de Cabo Palos
desde la carretera. Paré en la gasolinera de la entrada y eché unos litros de
caldo (sin plomo 95). Palpé el bolsillo trasero y constaté que los fondos
menguaban. Tras pagar, aliviarme y peinarme en los aseos, a la vuelta de un
pasillo eché mano a un pack de Mahou clásicas verdes y dos bolsas de patatas
Agapito. Tengo que llevar algo, me dije.
Salí sin problemas, subí, me puse el
calimero, arranqué y sorteé la barra de control con elegancia y rapidez, porque
ya salía la niña de la caja. Le dije adiós con la mano y la anoté como quemada.
Tendría que repostar en otra a la vuelta.
Llegué al aparcamiento del súper, bajé,
la candé y saqué del arcón la neverita y los trastos de playa. Puse el casco en
su sitio. Miré alrededor, no la vi. Inspiré: tampoco. Ésta se ha hartado de
esperar, ¿o me ha engañado? Encendí un truja con aprensión.
Me quedé marcando el paso sobre el piso
cementado. Primer domingo de mes: híper abierto. Al fondo una náutica. Padres
de vacaciones empujaban sus carritos repletos de mandados. Tengo que hacer la
compra, pensé. A la vuelta…
Turistas rubicundos llenaban el carro de
alcoholes y preparados congelados de paella. Niños en bicicleta con sus cañas
al hombro camino de los muelles. Bares abiertos. Gente almorzando leyendo la
prensa. Jóvenes resacosos de regreso al hogar, paterno. Flores en flor. Un
ficus gigante. Calor. La grava y el asfalto cuarteado sonaban al paso de los
coches. Detrás del establecimiento unas grúas sobresalían sobre adosados en
construcción, con vistas.
Revisé mi atuendo: bermudas tenis pirata,
camiseta cuerpo olímpica, chaleco y cangrejeras. Equipación: nevera marinera,
bolsa playa de caja rural y sombrilla a juego. Al cuello la prueba de su estilo
y mi sangre. Acabé el cigarrillo y lo lancé contra una adelfa en gracioso
vuelo.
Un bocinazo me hizo mirar detrás de mí y
allí estaba ella; en un Saab 93 Aero, blanco, limpio, descapotable y
descapotado. ¡Qué niveles estos nórdicos!
Lewis cortos desteñidos, pañuelo Zara, camisa
seda amplia con estampados florales, gafas Rayban color miel. Me la imaginé desnuda
conduciendo con un botellín en la mano. Me gustó. Lo del pantalón me molestó: reusado
y con desgarrones. Y yo que me había vestido como para ir de primera comunión. Agitaba
la mano y me sonreía. ¿Es a mí?, me pregunté. A quién iba a ser. Si teníamos
una cita, era lógico encontrarse en el lugar y a la hora acordada. Cálmate. Esbocé
un a modo de sonrisa, cargué los bultos y me fui para ella.
Se
bajó del coche y vino. Me acerqué. Olía a comida japonesa y a cardo. Saludos, besitos
mejilleros torpes, por la carga. Tonterías de rigor. De pronto me echó la mano
al cuello. La dije mientras daba paso para atrás:
- ¿Qué haces? Quieta…
Me acarició el fular rojo. Sonrió. Era
eso, pensé. Lo ha reconocido. Debería haberlo lavado.
- ¿Nos vamos? –me preguntó.
Eché
los bultos al asiento trasero y fui para mi lado… Entonces ocurrió, la miré: de
pie, rodillas juntas y de espaldas al sol. La imagine sin ropas y estaba
desnuda. ¡El lumínico, ella es lumínica!, grité para mí mismo. Me caló la
mirada e hizo el gesto ese como de quitarse un algo del pantalón. Cruzó las
piernas. Me ruboricé y deje de mirar.
- Es lumínica –repetí-, cuidado…
- ¿Perdón? –me respondió.
Subió al coche. Subí y me senté a su
lado. Como un valiente; anilla, delante ventanilla, el asiento de la muerte, pensé.
Que puntito, esto del eros y el tanatos. Fum, fum… camino al parque, a la
playa, a mi cala. Música de los Abba, sobre un tal Fernando. El nombre lo pillé,
el resto ininteligible. Me dijo de pronto:
- Te estuve esperando el viernes, te
hubiera gustado la conferencia…
- Me fue del todo imposible, tuve que
enseñar a una compañera –respondí culpable.
- No importa, no estuve sola. Miraba por
si venías, otra vez será…
- Sin falta.
Me preguntó sin mirarme no avisar:
- ¿Eres católico?
¿Y
yo qué la he hecho ahora? Vaya
forma de empezar, pensé. Intenté recordar si yo en mi vida le había preguntado
a alguien sobre su fe, o falta de ella, y concluí que no.
Pero
ella no era de aquí, era de por allí, y
ya se sabe…
- Sí claro: católico, apostólico, romano y
del Real Murcia; de toda la vida de Dios.
Se echó a reír. Ésta me ha calado, me
dije. Volvió a largar y aclaró el punto:
- Yo soy luterana –y
viendo mi cara de haba añadió-: como decías que estabas en misa...
Recordé mi SMS de hacía un rato desde el
cementerio:
“hola guapa, estoyenmisa llego una pIzca tarde besos
tuGiner”
- ¿Qué pasaje de la Biblia habéis
comentado en el sermón...?
Peligro.
Cambiar de tercio, reflexioné. Respondí:
- Eh…, uno ecuménico. Pero yo prefiero meditar
y sacar mis propias conclusiones…
Asintió
con la cabeza. ¿Y si ahora me pregunta cuales, qué le digo?
- No
te ofendas –añadí-, pero no suelo ponerlas en común, son propias y me da un
poco de vergüenza, al principio...
La debí dejar planchada ya que se calló.
Cuidado, me dije, ¿no habría un mensaje implícito en
todo esto? ¿Y si era una estrecha de las
de misa diaria y oración?
Conducía
con las dos manos sobre el volante. El aire caliente nos acariciaba. No
me huele, me dije, pero vete a saber…. Imposible, concluí, es lumínica…
Entró Julio Iglesias en el loro CD, en
inglés. Vaya tueste, pensé.
Calles fuera, semáforo en verde y a la
autopista. La calima pegaba. Saqué el paquete y ella con un gesto de cabeza me
contuvo. Miré el cenicero y parecía que estaba sin estrenar.
- ¿No te importa?
- Bueno, nadie es perfecto –respondí. Y lo
guardé.
No hablamos mucho, ella preguntaba, pero
el ruido me salvaba de tener que responder con coherencia. Necesitaba un tiempo
para calmar mis nervios. ¡Lumínica! Y
oliendo a osa. A cebada y a cuajo natural.
A ciento treinta por hora, sol, paisaje
de huertas, naranjos y edificios en construcción. Torres de apartamentos a lo
lejos, mis greñas negras al aire.
- ¿Te da mucho aire? Bajo la capota si
quieres… -dijo mientras sacaba la mano por su ventanilla y se dejaba acariciar
por el viento artificial.
- No, no… -y me alisé el pelo.
Unos dos minutos de vía de alta
velocidad, pero a su lado me parecieron casi tres. ¿Qué
la digo?, me pregunté. Contra
natura, en mi experiencia, ella no me miraba al hablar. Conducción y educación
escandinava sin duda. El viento levantaba su camisa. Se desabrochó el nudo. Se
la quitó con una mano. ¿La
miro o miro al frente? Se
me van a ir los ojos, seguro. A ver si se da cuenta y se piensa otra cosa.
Bueno, el mundo es de los valientes, me dije. Miré.
-
¡Joder
que cuerpo! –se me escapó.
Hizo
como si no me hubiera oído. Me dijo:
- ¿Queda
mucho?
Años y años de gimnasia sueca y estiramientos
habían dejado su huella. ¿Habrá alguna santa con pechos de
mantequilla?, me pregunté. Si no tiene nombre en el santoral, hay va mi
propuesta:
“Santa Diosa Ursus, entera sin sal”
Giramos en la rotonda. El pasaje de una camioneta
de rehabilitaciones y reformas nos escrutaba desde lo alto de la cabina con
descaro. Saqué pecho y a ellos un dedo. Dejamos a la derecha la vía que lleva a
la lengua hormigonada de la Manga y tomamos el desvío de tierra al parque
natural. El olor del mar lo impregnaba todo. Polvo ocre, cactus y adelfas en
flor. Un sembrado de alcachofas en sazón daba un punto huertano. Me levanté y agarrado
al parabrisas intenté coger un ramito de una adelfa a la carrera pero sólo
logré arañarme las manos. Ella redujo velocidad y me miró preocupada:
- ¿Qué haces? ¿Te has hecho daño?
Negué con la cabeza. Me pareció que no
lo había pillado. ¿Cómo explicárselo? Comunicación,
Giner, comunicación. Sonreí
y me chupé el rasguño. Me acaricié su pañuelo, el del cuello.
- Parece que estoy condenado a sangrar en
nuestros encuentros –dije.
- Ponte el cinturón por favor…
Barranquillos, botes, suspensión a prueba,
risas. Parque natural silvestre. Un obstáculo. Paró, levanté la barra de madera
en horizontal y accedimos al sendero que lleva hasta la cala, a mi Cala
Federica.
- ¿De dónde eres? –me preguntó.
- De por “acá” -respondí.
Seguimos la ruta marino-forestal;
altozano, polvo hacia atrás, huecos en suelos de minas exprimidas y luego abandonadas,
flora de endemismos locales, adelfas, palmeras aisladas, cactus y otras
plantejas de esas, fauna esquiva.
Mi olfato asimiló la potencia del mar y
comenzó a apreciar la delicadeza, fuerza, duración y variedades de su aroma. La
miré. Pensé. Me miró. Me ruboricé.
- ¿Y tú?
- ¿Perdón?
- ¡Qué de dónde eres tú! –le aclaré
- De un pequeño pueblo del Norte, Strassfunborg en Aaarorg –me pareció
entenderla.
¿Por dónde caerá eso? En Escandinavia o
Laponia, seguro.
La senda de arena era interrumpida por
zonas cementadas sin ningún criterio identificable. Vaivén al pasar las
torrenteras. Primera y subimos. En la cima vimos un grupúsculo de adosados en
clara infracción de la ley de costas. Pronto lo dejamos atrás pero me dejó un
regusto amargo. En algunos tramos el sendero mostraba grandes bocados laterales
en su firme, fruto de la acción de los elementos naturales y la pericia de sus
constructores.
- ¿Sigo por aquí?
- Sí, todo recto sin salirse, cuidado con
las pendientes.
- ¿A dónde me llevas, Ginés?
Abajo, a la arena, al mar, al peligro, a
donde hiciera falta, al romance…, pensé.
- Hasta donde tú quieras –avisé.
Bordeábamos el mar por la ladera de la
sierra. Chumberas con frutos entre espinas y hojas verdes surgían entre las
secas colinas. Una palmera solitaria daba un aire oriental. Desértico. Y ya.
Allí era. Se lo indiqué con un toque en su brazo. Me gustó al tacto. Paró y
maniobró. Aparcó al sol en un recodo y nos bajamos. Se estiró. La miré hacerlo.
Una vista de lujo.
El Mar Mayor a sus pies. Le señalé con
la mano a dónde íbamos: Cala Federica: “mi” cala. Abajo mi destino. Accesible
únicamente por mar; o por tierra si se conocía el camino. Vacía. Toda nuestra.
Los turistas y locales no pasaban de las
primeras playas del parque y estábamos solos.
Lugar mágico, endemismo local de amplio
espectro, zona virgen en esta tierra de asfaltos, ladrillos y cementos. Flores
salvajes se acogían en los huecos de las rocas horadadas por el viento para
protegerse y prosperar.
- Todo para ti, mi chata –dije.
Eso si lograba descender el terraplén
cargado con la puta bolsa, la nevera marinera y la sombrilla. Le sonreí por
señas e inicié la marcha. Bajé como mejor pude; por el sendero de excursionista
que ya había recorrido otras veces, pero nunca con tanta mierda y aparataje de
deslumbrar como en esta ocasión. Cantos, matojos, rocas sueltas, arenisca.
Miré hacia atrás. Me seguía de cerca con
su bolsa Loewe al hombro. Mucho garbo, como
una montañera; segura, muslos prietos y pies firmes. No parecía que fuera a
caerse y arrollarme. Me tranquilicé.
Ya está, ya pasó. Llegué abajo sin
tropezar ni perder la compostura; rápido, nevera a la sombra de la roca, estratos
de pizarra, que sobresale a la derecha según se baja y forma un a modo de
marquesina natural. Acomodé los trastos con esmero y cierto alivio.
Ella, descalza ya, se paseaba por la
orilla. Se volvió y sonrió. Me di la vuelta y fingí acomodar la carga. Cuando
volví a mirar estaba parada, al sol, sin gafas, mirando la mar.
Mejor, así podría cambiarme a gusto, me
dije. Me quité el pantalón pirata, el chaleco y las chanclas y me quedé en
cuerpo-elástica y slip. Rojo, de mercadillo, secado rápido según me habían
asegurado, y al cual le había quitado yo el forro para facilitar el movimiento.
Fui
cerca de la orilla. Vino. Dejó su bolsa en la arena.
-
¿Aquí?
-
Donde
quieras. Es toda tuya.
Abrí y planté la sombrilla en la arena,
cerca del rompiente de las olas. Extendí mi toalla bajo ella. Miré mientras se quitaba
el Lewis roto y la camisa. Alelado, vaya cuerpo serrano: nórdico. Se tumbó boca
abajo sobre la arena. Al sol de levante. Me tumbé en el paño. Estaba tremenda
en bikini. No me atrevía mirar. Me parecía que ni mis gafas de sol iban a protegerme
si me lanzaba a escrutarla. ¿A lo mejor lo está esperando?
Rubia de pelo y dorada de piel, bikini
blanco, tumbada se confundía con la arena. Se le pegaban al cuerpo las motas
negras y amarillas. ¿Se quitaría la parte de arriba? En cuanto nos tomemos unas
cervezas, me respondí. ¿Cómo serán? ¿Caídas hacia arriba?, desde luego
prometían. ¿Llegaríamos a ser algo más que buenos amigos? ¿Jugaríamos con las
palas y la pelota y se balancearían con los lances? ¿Fusionaríamos en frío?
Primera cita, dudas sin cuento…
Me levanté y fui al saliente a por una birra.
Allí estábamos. Tres de la tarde, solar,
en punto. Frente al mar. Solos. En pleno parque natural de Calblanque, orgullo
regional, escenario de aventuras veraniegas en sus extensas y desiertas calas. Al
fondo sobresalía la peña del Águila. Confiaba yo en su magia para avanzar en lo
mío con ella. Que los fantasmas de pasadas aventuras la influyeran.
- Mira –la dije señalando el pico
inspirador.
Se incorporó, se puso sus Rayban y oteó.
- ¿Dónde? ¿El qué?
Ya lo verás, ya se verá –me dije.
- Nada – y me giré de espaldas a ella.
Sentado amontoné arena en la base para
evitar altercados con el viento. Me arrimé a la sombra protectora. De pronto se
levantó y se fue. Entró al agua saltando de cabeza, en medio plancha. Mientras
la veía bañarse y quitarse el polvo del camino, fui a la nevera y pillé.
De un trago. De pie. Un lujo; valía la
pena el esfuerzo de llevarlas hasta allí. Con agua que las recubriera y hielo. Esa
es la razón de su desproporcionado peso y el bamboleo de la nevera al descender,
razoné. Saqué otra y la empecé a tomar
con calma. No te embales Giner que queda mucho día y el alcohol y el sol no
casan bien, pensé, recuerda lo que dicen los moros.
Volví a la sombra protectora, me senté y
la acabé. Arrugué el bote y lo eché “patrás”. Sin mirar. Esperé a que saliera. Dejó
el agua, se sacudió y se fue a pasear por la orilla. Arrastraba los pies por el
reborde de la cala. Parecía meditabunda. ¿Qué tienes mi amor? ¿Qué te duele?
La playa no mide ni cincuenta metros de
largo. Acabó pronto. Se hizo otra ronda arriba y abajo. Se dio un chapuzón
rápido. Nadaba con estilo. Una gaviota pasó graznando sobre ella. Vete, pensé.
Madre mía, ya venía. La miré sin mirarla.
Rubia, pero de quinta generación por lo menos; hija, nieta y bisnieta de rubias
y aun de más antiguo. Cuerpo y osamenta bárbaros: extranjeros. De gimnasia,
yogures, quesos cremosos y estiramientos centenarios. Piel y vello de color hierba
seca, agostada.
La echaba yo unos treinta y pocos, pero
vaya usted a saber; si pudiera la miraría el pasaporte; no es que no me fiara
pero ya lo dice la canción. Se aproximaba. Gotas de agua le moteaban el cuerpo.
Parecía tristona. Tremenda, lo que se
dice tremenda. Calma Giner, que no es la primera que te traes aquí.
Ya estaba allí. Se paró de pie, frente a
mí. Control y saber estar.
- ¿Te apetece una birrita, chavalota? -dije
mirándola a los ojos.
- Sí por favor. Está buenísima el agua.
¿No te bañas? -me respondió mientras se
sentaba a mi lado, secándose el pelo con una toalla Loewe a juego.
Me ponía malo esa postura. Ver como levantaba
los brazos. Y esas piernas. Las olas cesaron en su pesado vaivén. Silencio. La
gaviota de antes nos sobrevoló graznando. No dije nada, sonreí, me levanté y
fui hacia las rocas en busca del pedido. En algún momento te tendrás que quitar
la cuerpoelastica, pensé. Y enseñar
pectorales.
No es que fuera uno famélico, pero
comparando esqueletos el fruto de la alimentación de su Escandinavia natal durante
generaciones contra mi dieta de productos del cerdo, garbanzos, tomates y
huevos la verdad es que me deslucía un poco. Me arrollaba.
Blanca
danesa contra oscura de la tierra, renegrida. Bastantes centímetros en altura a
su favor. Tumbados todos somos iguales, me dije dándome ánimos.
Llegué al reborde, la abrí y saqué dos del
fondo. Casi no quedan, debería haber pillado otro pack en la gasolinera, pensé.
Volví con ellas en las manos. Seguía sentada. El viento ruló. El calor
asfixiaba. Los borreguitos sobre las olas aparecieron en el horizonte marino. Hacía
mar. Le tendí la suya.
-
Gracias
Ginés…
Es preciosa. Dile algo bonito. Se los
miré y me lancé:
- ¿Te puedo hacer una pregunta personal?
- Sí, bueno...
- ¿Te gustan los yogures con cachos de
frutas del bosque?
- Tonto, no me hagas reír…
Tras mojarme los pies volví a la
sombrilla. No se lo tomes a mal, no es de por aquí. No sabe que queda feo
insultar. Le miré a la cara y abarcando con la mano el lugar dije:
- Todo esto es para tí. Este sitio se va a
llamar Cala Úrsula, a partir de ahora…
- Tonto…
¿Otra vez? Y yo qué te he hecho, pensé.
- Te lo prometo, es mía y se llama como a
mí me da la gana, soy el descubridor…
Se reía la princesa. Esa pena se le iba.
Piel dorada, poca tela, risa fresca, olor a hielos polares: combinación
irresistible. Se echó un trago de la lata y se tumbó al sol. La miré y no se
movía asolándose, concentrada en pillar moreno. Lo entendía, que eran muchos
años de nieve, hielo y ventiscas y se estaba desquitando. Por eso está tan
triste, pensé.
Me cortaba mirarla extendida, entregada
a su dios, medio desnuda, ojos cerrados. Me tumbé junto a su cuerpo. Ataca ahora,
me dije.
- Háblame de ti Ginés –me pidió sin avisar.
Caray, ¡qué manía la de
las tías! Siempre con lo mismo. Es como un peaje en la autopista, no hay forma
de evitarlo. Me reviré a su vera y sin mirárselos me lancé al
vacio de la intimidad sobre mi disparatada vida. Sin el menor comedimiento y
con la decidida pretensión de acabar y ponernos a otra cosa, empecé:
- Fui parido en casa en primavera. Aquí
cerca en la sierra, entre encinas y animales. Ese invierno el abuelo se congeló
en la montaña al romperse la pierna buscando a su cabra por los riscos…
- ¿Se murió?
- Sí, ya era viejo, y había nevado –y
seguí-. Crecí solo con Madre en la choza de una finca abandonada. Con agua de
río, calefacción y cocina a leña. Pero pienso que tuve una infancia feliz. Como
el Buen Salvaje pero en murciano.
- ¿A lo murciano?
- Sí coño, a pedradas... –aclaré-. Y estaba
sano. El cerdo es de por aquí y me gustan hasta sus andares. La sopa de tocino con
bellotas está chula. Si te animas te la preparo para cenar. ¿El sábado que
viene?
- ¿Y tu padre? –preguntó cambiando de
tercio.
- Mi padre, una vez satisfechas las
necesidades de su biología varias veces, nos había abandonado. Aunque te digo
que no se despreocupó del todo de nosotros. Gracias a su mediación me catalogaron
de alumno no presencial, con el derecho y el deber a ausentarme de la escuela.
- ¿Y eso? ¿Por qué lo hizo?
- Y yo qué sé. Por no verme por el pueblo,
imagino.
- Entonces no fuiste al instituto…
- No, aprendí autodidacta de la misma
naturaleza; de los bichos que sacaba a triscar por los riscos y algún compañero
cabrero. Miento –añadí-, una profe, la señorita Rosa venía a hurtadillas a enseñarme
las letras y a prestarme libros de aventuras…
- ¿Qué estás leyendo ahora? –dijo
señalando uno que sobresalía de mi chaleco tirado.
- Eh, nada… –mejor no comprometerme, pensé.
Pero se veía y dije-. Uno de bolsillo…
- De bolsillo, claro… No me hagas reír –respondió
riéndose.
Por lo menos esta vez no me ha insultado,
pensé. A ver si acabamos pronto con esto.
El viento ruló otra vez. Una nube
despistada ensuciaba el cielo.
- Hace calor. ¿Nos bañamos?
- Vete yendo tú, ahora te sigo.
Se levantó ágil, con gracia y se alejó
andando. Al llegar a la orilla le vi quitarse la parte de arriba y dejarlo caer,
con descuido, en la orilla. Estaba de espaldas, pero vendría luego. Uf, que situación.
¿Y si ocurría? ¿Y si mi naturaleza campesina se imponía? Vaya corte, pensé.
Pero bueno, no te preocupes, me tranquilicé,
en el fondo es un halago. Si una mujer al verme suspirara y le entraran sofocos
yo me lo tomaría como un cumplido. No me ha ocurrido nunca pero vaya usted a
saber. Pues esto mío lo mismo, o parecido.
Me miré el slip. En fin, si me pasara y ella
se fuera a percibir del tema, siempre quedaba el tumbarse boca abajo o salir
corriendo hacia el agua. La miré zambullirse desde la orilla. Sol. Cuarenta
grados. Un carguero surcaba el horizonte. Las olas pararon. Calma total.
Si yo tuviera un yate, otro gallo me cantaría,
me dije. O un fueraborda. Me pareció irreal y bajé el listón: o un bote con
remos. Cualquier cosa que me llevara mar adentro, con ella. A solas. Y un buen
juego los dos al vaivén de las olas. Al bamboleo; al rock and roll. Me estaba
embalando.
Me incorporé y fui andando al saliente.
Quedaban dos frías en la nevera y un
seven up. Tomé una. La apuré de un par de tragos. Seguía nadando. No se cansa, pensé.
Espachurré el bote y lo eché dentro.
Para comer sólo tenía almendras y una de
aceitunas rellenas de anchoa, caducada. Me di cuenta que había olvidado las
Agapito en el arcón. Parecía poco. Bueno ya veríamos. Pegaba fuerte y pensé en
darme un chapuzón. Y perseguirla. Y pillarla. Y lo que viniera después. Me tomo
una birra y al agua, me propuse.
Como soy de la escuela del mar Menor y
mi estilo de natación lo superan hasta los perrillos la esperé leyendo.
Mientras ella hacía largos y largos, sin top. Me ponía de los nervios.
- ¡Qué pasa! –le dije-. Que hay que ser
pez o saber nadar para vértelos. Estrecha.
Estaba lejos y por fortuna no me oyó. Me
tumbé en la toalla y me concentré en la lectura.
Gotas de agua fría cayeron sobre mi
espalda. Me volví. La vi. Todo lo larga que era, de pie, en bikini. Me lo he
vuelto a perder, pensé. El sol me deslumbraba. Se escurría el pelo con las
manos. Me mojaba. Estaba aquí y ni me había enterado. Se mueven como gatas
estas noruegas, pensé. Me puse las gafas de sol. Miré. Pero ella se lo había
vuelto a poner. Estás listo, te las has perdido. Y a ver cuando vuelve a pasar.
No miraba
y en su bobada de la cabellera empapó la página 39. Era intolerable. Me revolví,
agarré sus rodillas, las junté y empujé.
- Uaorg... –dijo en el aire. Cayó redonda.
Luego, ya en la arena, se partía de risa-. Bobo… - me insultó y me lanzó un
beso.
Otra vez faltando, me dije. Me eché
encima recriminándola su descuido y su falta de respeto. Ella había cogido el
libro y miraba la portada.
- Oye que esto va en serio, que es del
Savater…. -le dije mientras ella luchaba en falso haciéndome cosquillas. Me
entró arena por el slip-: Que no es de sexual, tronca, que es un castigo…
Pero claro al ser el título el de “Ética
para Amador” me daba que no me creía. Seguía luchando, jugando. Era fuerte.
Usaba manos y piernas desde el suelo. Giraba con brío. Olía a deseo, a risas. Vale
te vas a enterar. Me arrodillé para dominarla. Si me provoca, me dije. Al
intentar agarrarla se echó a un lado y escapó de un salto. La grité:
- ¿Te crees muy lista por saber hacer gimnasia
sueca?
Me puse en pie y fui detrás. No podía
escaparse. Playa de cincuenta con ancho máximo de veinte. Y si se va por los
riscos, ¿A cuántas cabras no habré yo acorralado? Andaba de espaldas, despacio,
mirándome. Olía a pingüino jugando en un iceberg.
- Ya eres mía, mandarina –grité.
Me hizo una pedorreta sonora, con arte y
se alejó andando de espaldas. Yo detrás, sin prisas. A cinco metros de la
orilla, se dio la vuelta y echó a correr.
- Ah felona, era eso, me has pillado.
No llegaba. Cesé en la inútil
persecución. De un salto se zambulló. Nunca te fíes de las finlandesas, me
dije, siempre se inventan algo.
Desde el agua nadando me saludaba... agitaba
el top del bikini en la mano.
- Cabrona -correspondí-, espera, espera...
Fui a la marquesina natural, a hacer
tiempo.
Cuando desperté, “ella” todavía seguía
allí.
Tumbada, el parasol de la Caja Rural
Costa Cálida le protegía. Saludé con la mano. No me vio. Tiré un canto, a
rozar. No se asustó. Miró hacia mí.
Abrí la boca, hice primero el gesto con
los dedos de beber y luego a ella. Vamos,
que si quería una cerveza. Lo del seven up no se me ocurría como indicárselo.
Asintió con la cabeza. Saqué el brebaje y las aceitunas y fui a su lado. La
calor pegaba y me despojé de mi camiseta cuerpoelastica. Me pareció que sus ojos polares
escondidos tras sus gafas de color miel trabajaban. Subí los hombros, con
estilo. Cogió el seven, un par de aceitunas y me echó una de esas sonrisas de
cine que se gasta.
- No te enfades por lo de antes. Fue sin
querer. Toma…
Sacó del bolso un volumen y me lo dio. Miré
y era: La Guerra de los Tres Billones de Dólares, de un tal Stitgliz. No la
hacía yo el gusto por lo James Bond, más del Mankell y su Wallander pero bueno,
nadie es perfecto.
- Gracias, ¿lo has leído ya?
No respondió. Lo intenté meter en el
chaleco y no cabía. Claro, ella gasta de estreno y en pasta dura, me dije. Lo
puse bajo el chaleco. Miré arriba y ya eran las cuatro y trece. Hora de la siesta.
Bueno, es el momento ideal para triunfar, me dije. Entonces me preguntó:
- ¿Cenamos ya?
- ¿Eh?
Sin esperar mi respuesta, se levantó y
de su bolsa playa sacó una toalla gigante. Puso mitad al sol y mitad a la sombra.
- ¿Puedo hacerte algo? –pregunté.
- No hace falta, déjame a mí –me malinterpretó.
- Vale, ¿quieres sol o sombra?
- Sol por favor. Bastantes sombras he
tenido.
¿De qué habla?, pensé. A ésta le pasa
algo con el frío y con la sombra me dije. Hurgó de nuevo en su bolsón de playa y
sacó dos túpers blancos de tapa roja. Los puso sobre la toalla y se sentó
cruzando las piernas. Me ponía malísimo. Bueno, esperaré, me dije.
Fui a por bebida a la roca y cuando volví ya
estaba la mesa lista. Me senté entre platos de plástico y picoteé de uno de
ellos.
- ¿Y esto qué es lo que es?
Me explicó la cena, merienda a mi criterio
y horarios, que traía: salmón marinado, arenques salvajes, patata cocida y
cebolletas en sándwiches enanos de pan negro-marrón. Botellita de agua mineral
con gas y cerveza alemana suave para mí.
- ¿Por qué hueles antes de comértelo?
- Para apreciar los “bouquet” bonita.
- ¿Y te gusta?
- Si viene de ti, todo me gusta. ¡Todo!
–repetí con sentimiento.
Bajó los ojos sin responderme.
Comía con gusto y cierto estilo a niña
pija. A bocaditos. A cada canapé le daba tres mordiscos cortos. Intenté copiarle
y se me cayó el salmón a la toalla. Lo cogió y se lo comió mientras decía:
- Mío, mío… -y se reía la brujilla.
Una gaviota nos miraba esperando su
turno. Dos avispas aparecieron de no sé dónde. El viento ruló. Acabé de comer,
me tumbé y me encendí un cigarrillo.
- ¿Qué tal vas?
- Eh…
- Con lo tuyo.
¿De qué habla? ¿Sabrá lo de mi contrata?,
me pregunté. ¿Y lo del coche del patrón?
- Con tus estudios, me dijiste que
preparabas oposiciones. ¿Cómo te va?
- Bien, bien –respondí aliviado-. Empecé
con Notarias y Despachos, pero ahora estoy con las de Secretario de Juzgado. Es
más solidaria –le aclaré.
- Sí –dijo mirándome seria.
Acaba
pronto con esto. Tiene mucho peligro, me dije. Cambié de tercio:
- ¿Dónde vives?
- En Mar de Cristal, en el Mar Menor.
Llevo un año…
- Ya, lo conozco. ¿Te gusta? ¿Qué haces
allí tan lejos de tu casa?
Se levantó y sin decir nada se fue a
andar por la orilla. Olía a dolor. Olía a miedo. ¿Aquí pasa algo raro?, pensé. La
vi sentarse en el borde justo donde rompían las olas. Tomaba agua y arena entre
las manos y la dejaba escurrir. Al caer se formaban pequeños grumos con forma
de píldoras de chocolate que se amontonaban una sobre otra. Al poco ya había
formado una torre a su vera. Estilo princesa encarcelada. Me dio cosa invadir
su intimidad y cambié de postura, boca abajo.
Volvió. Me daba que había llorado. Recogió
los restos, la ayudé. Se me cayó un canapé en la arena. La gaviota se agitó
nerviosa.
- Ven conmigo –le dije extendiendo una
mano.
Me agarró. Caminé hasta el recodo de la
cala andando. Luego por el mar, yo haciendo
pie, la llevé a la cueva. Entramos. Era una balsa en calma. Me agarré a una
roca que sobresalía.
- Es mágica. Fue refugio de un pirata…
Nadaba a braza y miraba con curiosidad.
La ola entró mansa y topó con el farallón. Otras detrás. Subían lampeando y
caían con ruido. La cueva amplificaba su enfado. Cuando al romper gruñeron y le
salpicaron gritó:
- Ahhh…
Se agarró a mí hombro. Me dio un beso,
medio muerdo. Nos quedamos un buen rato viendo la tonta lucha del agua contra
la piedra: absurda, constante, incansable.
- Ohhhh… -se reía.
Son como niñas…, pensé agarrado a una
roca. Le dije:
- Si tú fueras leño y yo llama, si
quisieras que castañas no asarían nuestras brasas.
Me dio otro medio muerdo en le boca y me
dijo:
-
Schiller,
la campana…
Pensé en hacérselo allí mismo pero el
recuerdo de mi escuela de natación me contuvo. La hice señas y volvimos a la
playa. Yo de puntillas con el agua al cuello y ella estilo “crawl”, cabeza por
fuera y palmeo de brazos constante. Se te va a escapar Ginés, pensé…
Luego, continuando con el programa
lúdico cultural que me había marcado, jugamos a las palas en la arena. Con la
camisa anudada ella, me vapuleó.
Al acabar nos tumbamos, yo jadeando. Al
sol. Treinta y nueve grados, Celsius. Fumé otro y tosí.
- ¿Me ayudas, Ginés?
Le di aceite de zanahoria en la espalda.
Esmerándome, con codicia, repasando; “ella” a mí una caricia en el pelo, en
reciprocidad. Ahora, me dije, pero algo debió intuir. Flexionó de brazos, dio
un salto, se puso en pie y en tres pasos se zambulló.
Me quedé con su olor y con mis ganas.
Me
bañé y nadé a perrillo siguiendo su estela, pero no se lo quitó. ¡Hay
que joderse!, me dije exhausto. Al poco volvió a tierra y yo detrás. Escupí los
restos de un buche que me había tragado en el intento de nadar y mantener la
cabeza fuera del agua para vérselos. Pero eso ya había pasado: ahora era el
ahora. Fui a la nevera bajo la roca y hurgué en ella. Volví. La di la última.
Caldosa.
- Gracias,
cielo –dijo mientras se tumbaba boca abajo y se desabrochaba el biquini.
Me vas a tener que hacer un croquis con
los tiempos guapetona, pensé mientras me sentaba a su lado. Si lo hubieras
explicado me ahorraba el trago.
- Sigue hablándome de ti y de tu madre por
favor. ¿Tienes hermanos?
- No –respondí-. Estábamos solos Madre y
yo.
Recordé otras cosas de mi vida pero
decidí no contárselas porque eran mías y de Madre y sólo nuestras y no añadían
nada a aquella cita ni a esta historia.
Ahora es el momento, pensé. Y me lancé.
Al segundo muerdo, con tocamiento pectoral, me paró y con las manos me apartó.
Me dijo:
- Me gustas Ginés, pero es pronto,
¿esperarás?
Me
separé. ¡A qué hay que esperar!, ¿a qué hagamos la digestión?, pensé. Asentí con la cabeza. Por
si no lo sabes, no eres la única rubia del mundo…, pero ninguna huele como tú. Esto también me lo callé. No era el
momento.
- Qué remedio –respondí.
Me acarició el pelo y me besó en los
labios. Sin lengua. A lo mormón. ¿Qué pasa ahora? Aclárate por favor,
aclárate… Tengo que hacer
algo, si estuviéramos en una cama de verdad esto no habría pasado… Me levanté y
fui a dar pataditas al agua por la orilla.
El viento respetó mi malestar y dejó de
olear la mar. Cuarenta y dos grados. Celsius. Se me pasó el calentón. Volví
junto a “ella”. Se había sentado y puesto el top. Me senté a su lado. Levanté
la mano y dije:
- No creas que no le tengo ganas a padre
por lo que nos ha hecho. Pero no será hasta que la palme el bicho que me
plantearé la conveniencia de pedir su exhumación para el reconocimiento de mis
legítimos derechos derivados de mi ilegítima condición.
Y ya estaba: confesado. Bastardo, que
vergüenza, pero es lo que hay. En ese momento se giró sobre la arena, se volvió
hacia mí, me acarició la rodilla y me dijo:
- Ginés…, que mala desdicha tienes. Es un
hombre odioso.
Se medio incorporó. La arena se le había
pegado al cuerpo y parecía una croqueta.
- No, es peor, es un Bicho –respondí
estremecido por la visión gastronómica.
- Claro amor, claro que sí. Pobre…
¿Amor? ¿Me ha llamado amor? Vale, pensé.
Pero no te me duermas. A ver si acabamos pronto con la charla y llegamos a algo
más. Eché un buche largo e intenté continuar.
Pero no pude, no tenía ya ganas. De
repente lo vi: ¡Pobre, me había llamado pobre!
Bastardo, iletrado, delincuente,
bandarra y otras definiciones me habían dado, y no sin razón, pero ¿pobre?
Honrado no era, pero ¿pobre? Pero no era eso. Era peor. ¡Le daba pena! Tanto esfuerzo, tanto trabajo, tanto esmero
en el vestir y en el hablar para eso. Hasta había nadado en alta mar. Dar pena.
Se me estropeó el momento.
El resto de la tarde se nos fue pitando.
¡Pobre!, no se me iba de la cabeza. Ni su olor a mantequilla salada me cambiaba
el humor. Le enseñé a lanzar cantos
planos contra el mar y hacerlos saltar sobre la superficie. Le fascinaba y al
poco ya lograba seis rebotes. La dejé sola y continuó tirando y mejorando
ratios. Es perfeccionista, pensé. Claro, con sus playas nevadas y sus mares
congelados tiene que desquitarse.
Y al aliviarse el sol, alegué
compromisos ineludibles posteriormente adquiridos y dije que teníamos que irnos.
Se cambió de bañador cubriéndose el cuerpo con la toalla. Comprobé que el mío
estaba ya casi seco y me lo dejé. Cuando cerraba la sombrilla me señaló un paquete
de tabaco vacío en la arena. Lo cogí con desgana pensando que me iba a tocar
cargar con él otra vez y que ya se lo llevaría el mar por sí mismo. Luego me indicó
con la mano las colillas que yo,
diligente y precavido, había apagado en la arena.
Se inclinó a coger algo de espaldas y en
ese momento las enterré con el pié. Lo debió ver por la nuca y se volvió. Sin
reproches se agachó y desenterró con las manos media docena de mis tobas y las
echó a la bolsa residuos. Miré extrañado y asustado. Me señaló una lata
arrugada y me dijo:
- Ésa es tuya…
Me agaché. La eché dentro. Luego me hizo
ir con “ella” por el borde interior de las rocas y empezó a meter en la bolsa
del súper unos restos oxidados, cabos y botellas vacías que otros, antes que
nosotros, habían dejado. O el mar empujado hasta allí. La seguía fascinado.
- Si eso no es nuestro -dije.
Ni puto caso me hizo. Cuando estuvo
llena de detritus me la pasó y cargado hasta los topes con el aparataje playero
y la bolsa de residuos inicié la subida tras ella maldiciendo la ecología y a
todas las masas forestales del universo.
Ya
veremos si la cambio el nombre a mi cala Federica, pensé.
Una vez arriba me dije que vaya ruina.
Estaba claro que mis expectativas eran demasiado altas. Tanto trabajo no me iba
a valer para nada. Dar pena: ése parecía ser mi destino…
Volvimos en su coche y ni el olor a
carne tostada ni su melena al viento me cambió los humores. Me puse mis cascos
por no oírla. Al MP3, Deep Purple, Made in Japón. Me estaba pasando y los
desconecté. Sonaban los Mecano en su CD. Me acordé de mi rusa. Miré al cielo
para calcular la hora que era. De pronto le dije:
- Derecha.
- ¿Cómo?
- A la derecha, ya mismo –ordené.
Me miró sorprendida y giró. Dios mío, pensé,
se me están pegando los modos del patrón. Entramos en un camino de terracería y
unos cuantos baches después llegamos al final del trayecto. Paró y sin hablarle
me bajé. Anduve. Miré atrás, se había bajado y me seguía a la japonesa, unos
metros por detrás. A unos treinta metros, bordeé un cactus gigante y paré. Me
alcanzó, miró y exclamó:
- Oh, es precioso Giner…
A nuestros pies, un cortado en farallón.
De frente, todo el mar para nosotros. Una vela a lo lejos rompía el horizonte.
El sol se escondía al fondo. Nos sentamos sobre rocas calizas horadadas por el
agua de las tormentas. Me encendí uno. Ella vista al frente. Embobada.
- Mi mirador –le dije.
Un lagarto verde y rojo salió de una
chumbera y se asomó a curiosear. Grité:
- ¡Ven aquí bicharraco!
Sonaba a Kafka, pero en murciano. El
bicho se alejó reptando. Se te ha escapado, pensé. Mi acompañante había entrado
en trance. Seguía con la vista y con el cuerpo el acostarse de la estrella
entre las sabanas del agua. Joder, me dije: si es siempre lo mismo. No sé que
les da a las mujeres con esto.
Miraba distraído la chumbera a ver si
asomaba de nuevo el animalejo cuando su brazo me rodeó la espalda. Su cabeza se
apoyó en mi hombro. No hablaba. No hablábamos. Me sentía a gusto. Miré a la mar
con el sol. Vale, pensé, no es feo pero cansa. Al poco le desasí el brazo con
cariño y me alejé para aliviarme de vejiga.
Tras un arbusto me posicioné. A ésta la
pasa algo, reflexioné. Es extranjera y luterana, eso está claro, pero hay algo
más. Cuando miré abajo dos mosquitos trompeteros zumbaban. Me mojé una mano al
ahuyentarlos. Sólo me faltaba esto para acabar el día satisfecho, pensé. Regresé
confiando en que no notara el efluvio escatológico. Me oyó volver y me dijo:
- Gracias, Ginés. Te debo una …
- Eso es lo que pasa –respondí evasivo.
¿Qué me debe ésta?, pensé. ¿Me va a
enseñar diapositivas de sus lagos helados? Esperemos que no. Se levantó y anduvo
sin mirar el suelo. De pronto se agachó y cogió un meño horadado.
- Si ya se ha ido. Son muy esquivos –le
dije-. No vuelve a salir hasta que nos vayamos
- Tonto, no es para eso. Es un recuerdo…
de esta velada… y de ti.
- Pues vale –respondí. Si una piedra es mi
legado en tu memoria….
Deshicimos el camino agarrados de la
mano. Me daba corte. Es por su seguridad, me justifiqué. En silencio. Casi al
final se volvió y le lanzó un beso al sol, al farallón o al lagarto. Llegamos y
subimos al coche. Me besó en el cuello. Un higo maduro cayó al suelo por sí
mismo. Arrancó y marcha atrás salimos del sendero.
Tonteamos un poco a la vuelta. Se reía
con los vaivenes al pasar los baches y las rodadas. Autovía. A ciento
cincuenta. Melena y greñas al viento. Me llevé la mano a la cabeza y todavía
olían a orín mis dedos. Llegamos. Le pedí que me dejara en cualquier lado en el
parking. Besos en los morros, cerrados, de compromiso. Tras la estiba y
desestiba del aparataje recogí mis cosas. Me despedí con un lacónico:
- Nos vemos…
- Adiós, Ginés, gracias…, te llamo para lo
de la cena… -y arrancó.
- Vale, vale, lo hablamos… Oye, espera
¿estás casada? –le pregunté; pero no me oyó.
Camino a casa en mi moto, a noventa y
seis por hora, ya le echaba de menos.
De pronto me dije: ¡La compra!, se me ha
“pasao”. Mañana sin falta, me impuse.
En la rotonda a la autopista un
todoterreno de recogida de niños con rubia al volante se saltó el ceda el paso
y me obligó a frenar en modo derrape complejo en arena. Puse en pie a Luigina y
me fui detrás. Le alcancé en la retención del carril de entrada. Eché mano al
bolsillo delantero y me acerqué. Paré junto al vehículo agresor. Me quedé
inmóvil, pensativo junta a la puerta trasera. Un niño rubio de unos doce años sacó
la cabeza por la ventanilla y al verme con la navaja abierta en la mano dijo:
- Yo de mayor no quiero ser como usted.
Le miré, guardé la albaceteña, metí puño
acelerando y me piré. ¿Tienes miedo de un niño, Giner?, me
pregunté. No, era peor; no sentía el deseo de vengarme.
Todo tiene arreglo menos el desamor,
reflexioné. Pobre..., eso pensaba. Pero no estaba todo perdido; si le daba pena
le cambiaría la percepción. Sólo necesitaba una oportunidad para hacerle ver mi
realidad.
Tiempo al tiempo y tú no te me escapas ni
aunque te encomiendes a la Virgen de los Desamparados. ¡Por mis muertos!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)