sábado, 3 de noviembre de 2012

GINER Y EL CASO DE LA LICENCIA DE OBRAS (CAP 4)


EL PLENO.  Viernes 29 de Agosto, mediodía.


Era el día del patrón. Banderas al viento en la plaza oblonga de soportales columnados. El consistorio del Valle del Chipote acogía en su seno al pleno. Fachada estilo neobarroco, abandonado. Dentro, salón de actos. Atril y bancos siglo dieciocho. Mesa formica para el secretario. Paredes amarillentas, color tabaco. En la pared, colgados, un Cristo en madera y un rey enmarcado, velaban por el orden y daban solera al recinto. El resto desportillado y desconchado.

El alcalde y los miembros de su grupo independiente, de nombre: “Vecinos, lo importante es el Chipote”, se encontraban allí. Último viernes del mes de Agosto. A mediodía. Todo estaba acordado y nada podía salir mal. Se iban a conceder las licencias de obras para ambos grupos, paso previo para empezar la construcción de las dos macro urbanizaciones. Bueno, había que pagar las tasas, sellos de instancia y obtener un informe medioambiental, pero eso era rutina. Habíamos llegado a la hora fijada y todo eran palmadas en los hombros, risotadas y recelo mutuo.

Don Teodoro a la puerta del edificio, de traje, mil rayas azul, les iba recibiendo y haciendo pasar. Imaginaba que dentro, junto a la concejalía, el bedel, el párroco y el secretario, estarían sentados el jefe y el letrado gibraltareño mister Juanito BastanteBueno.

Por el lado de los contrarios: Don Abundio, su socio capitalino y su abogado extranjero. Un pleno como dios manda, pensé.

El resto de las comitivas esperábamos al otro lado de la plaza de la Constitución. Al poco nos fuimos enfrente, al bar colmado san Dimas. Era una cuestión de ética y de estética. Lo primero por no parecer que presionábamos y lo segundo por clase, por estilo.

Y porque ni cabíamos físicamente ni nos querían ver por allí.

El acto era una formalidad. Al ser todos, pero todos, los concejales del mismo grupo, no había ni discusión ni componendas ni gaitas. Ya estaba el “pescao” vendido al peso. Las ayudas al grupo-partido se entregaban al cabeza de lista y se esperaba de él que en el ejercicio de su cargo las distribuyera como correspondiera. A mí me tocó llevar varios maletines al monte, bajo un algarrobo centenario, ya seco.

Teodoro, amante del género negro, había pedido que para mayor clandestinidad la entrega del soborno se realizara en el “privé” del Salón Rouses, a medianoche. Y sólo la obstinación y negativa de doña Rosa, argumentando que el suyo era un establecimiento serio, lo evitaron.

Mil dos chalets por nuestro lado y novecientos ochenta y siete para nuestros competidores. Locales comerciales, trasteros y garajes en zonas comunes. En la zona del valle: hotel, campo de golf, restaurantes, lago seco y otros…

Y todo en un pleno con dos firmas: la del alcalde y la del concejal de urbanismo.

 

Me pedí una cerveza y reojé a los contrarios. Estaban tan tranquilos. Sentados en grupo bebían su café en tazas desportilladas. Nada podía salir mal. Esperamos.

-        Otra por favor –pedí al mesero.

Me estaba agarrando un puntito guapo. Aquello se alargaba. Me escabullí dejando el botellín sobre la barra para no despertar sospechas, y me encaminé andando por las calles vacías del pueblo a la parte trasera del consistorio donde había localizado un ventanuco de ventilación el cual, una vez encaramado a él, me permitiría si no verlos, sí escuchar las deliberaciones y subsiguientes resoluciones. Me perdería el lenguaje corporal pero me valía. Tomé un rodeo, obligado para no pisar la plaza y ser observado por el ventanal del bar san Dimas, y llegué al muro trasero del consistorio. Miré alrededor: vacío. Adelante, me animé.

Tras una caída al intentar subir, logré estabilizar con unos cantos un palé y encaramarme. Ya estaba. Puse la oreja. Escuché la voz del secretario que decía en ese momento:

-       ¿Ehh?..., me parece que está dando las gracias y no sé que de unas sinergias… Don Abundio ¿es eso no?

-       Cipriano, dile que vale, que gracias y que acabe pronto que tenemos que seguir.

-       Sí, ya voy. Ehh…

-       Oye, ¿pero tú no decías que hablabas el inglés? –le respondió el alcalde con tono de voz divertido.

-       Sí claro, casi bilingüe. Como un nativo de allá hispanoamericano. Ya me pongo con ello. Eh… “mister, the end”, que es para hoy y tenemos un horario, un “jurney yu nou”. –

La voz grave y engolada del abogado del grupo de los Otros le respondió con una parrafada larga e incomprensible en inglés. El secretario, leyendo un papel, dijo:

-       Creo que lo que dice es que…, ehh,  los recursos naturales son, o deben ser mejor dicho, de la humanidad en su conjunto; y que, e este…, la soberanía nacional y eso deben dejar paso a las necesidades globales…. A ellos vamos, para ellos…

-       Dile a todo que sí, que lo que quieran, pero que acabe, que se nos hace tarde. Que nos falta ver lo de la segunda –respondió el alcalde.

-       Oye Teo que te repites. Ya le he dicho tres veces que pare y ni puto caso…, ten cuidado, ¡a ver si se van a pensar que somos racistas! -replicó Cipriano airado.

-       Eso nunca. Vecinos por Chipote es multicultural –retrocedió Teodoro-. A ver, esto…, dile que aunque sea negro no tenemos nada contra él. Ni contra Ricardito. Que se les ve muy instruidos y con posibles. Que largue lo que le plazca, faltaría más.

Y le hizo una inclinación de cabeza mientras le dedicaba una sonrisa porcina. Para rematar, don Dimas el cura intervino sin pedírselo y dijo como recogido en si mismo:

-       Todos somos hijos de Dios, Cipri, todos. Permítele perorar en conciencia… Recordemos ahora juntos el milagro de los panes y los peces…

Ante esas palabras, el alcalde, los rivales y la mayoría del respetable bajaron la cabeza y meditaron en falso. Mi patrón no sabía qué hacer. Aquello era muy raro, muy muy raro. Al alcalde, en el ejercicio de su cargo, no le tosía nadie y menos Cipriano, primo hermano por ambas ramas. ¿Y la parrafada del cura? ¿De qué iba su defensa de las minorías y su petición de reflexión? Me parecía cuanto menos extemporáneo, sin venir a cuento y lindando lo chabacano

Miré la hora y gracias a que tengo dos manos evité una segunda caída. Era casi la una y todo tenía que haber terminado ya. Un ladrillo se ladeó y el palé cedió. Esta vez sí me caí. La luz se hizo en mi cerebro al recordar las palabras del alcalde: “falta la segunda”, ergo la primera ya estaba.

Aquello apestaba: a tabaco y a complot. Recordé la insistencia de los otros los días pasados durante la definición de la agenda y su empeño en separar los dos proyectos y la concesión de las licencias en dos actas municipales distintas. Y a ellos primero por lo de la A, de Abundio. Y el patrón, abobado, diciendo a todo que sí. ¡Qué error, que inmenso error!, pensé mientras me levantaba.

Rehíce el soporte de ladrillos del palé y volví a encaramarme. Se la iban a colar al patrón. El letrado inglés del grupo de los rivales largaba y largaba y las dificultades de traducción de Cipriano lo alargaban y alargaban. Teodoro y el párroco don Dimas se traían algo entre manos con los Otros. Estaba claro.

La hora de la comida, pensé, me daba que allí estaba el truco: en el horario. Sabía que se había reservado mesa para comer a las dos en el Rouses, detalle para celebrar la cosa. Las tortillas de patatas de la Avelina no tenían rival en la sierra y la posibilidad de un postre caliente creaba una oferta que no se podía rechazar. Ése era su plan, lograr su licencia y posponer la nuestra. Tuve que reconocer que era ingenioso, irrefutable y costumbrista.

-       Agosto, jornada de verano, cerramos a la una. Señor secretario…, anote usted en el registro que este punto se traslada al próximo…

Y como los plenos se celebran sólo los últimos viernes de cada mes nos iban a sacar ventaja en la construcción. Mejor me volvía al bar que se me calentaba la cerveza…

 

A la vuelta, circunvalando la plaza por mor de la discreción, me crucé con dos furgones, blindados, verde uno y negro el otro, que lentos y pesados subían la cuesta camino de la plaza. Los seguí con la mirada y aparcaron junto a la sucursal de la Caja Rural Costa Cálida, en plena plaza. Esos son los del dinero, los de la condición suspensiva, me dije.

Me desabroché la bragueta y entré por la puerta trasera del local. Subiéndomela con las manos me senté en el taburete. Algunos miraron comprensivos. Deseché la cerveza caliente y pedí otra cosa:

-       Dimas, ponme un seven up con ginebra MG…

 

La espera. Meditaba y bebía. La atención general del público del bar era para los furgones aparcados a la puerta del ayuntamiento. Guardias a ambos lados y el director de la sucursal de la Caja paseando inquieto alrededor. Pasaron los minutos. Las campanas sonaron: las dos. Por el cristal sucio de la ventana vimos que ya empezaban a salir  del consistorio los reunidos. Un encorbatado dejó unos billetes en la barra y salieron. Miré a ver si me podía apropiar de las vueltas pero el mesero se los había metido en el refajo.

A la calle. Sol de verdad, luz para aburrir. Cuarenta y dos grados a la sombra. Salían por grupos. Primero los enemigos: llevaban en las manos unos papeles; imaginé que serían las licencias, firmadas y calentitas. Hablaban entre ellos. Don Abundio se fue al furgón, a  hablar con el bancario.

Al poco salieron el patrón y el abogado negro de sus socios de la Real State Inmobiliaria Lima Limón, mister Juanito el Bastante-Bueno, acompañados del alcalde y el cura.

-       ¡Qué gran día! ¡Para el pueblo, para la región, para nosotros, para todos! -decía don Teodoro pletórico levantando los brazos al aire-. ¡Qué calor! No…

-       Esto hay que celebrarlo. Venga, un “cotel” de vino español –dijo el jefe de la tribu rival-. Vámonos al Rouses, ¿venís? – El cura miró para otro lado y murmuró:

-       Tengo que oficiar el ángelus, son las doce solar y toca. En el cielo no tenemos horario de verano…

-       Oye Abundio, ¿no será  un poco pronto? –dijo don Teodoro.

-       Quita, quita, si está todo organizado. Llamo yo y nos abren. Ya verás que tortilla de patatas, las mejores de la sierra. Mejor que no se enfríen, que pierden mucho –insistía y apremiaba don Abundio.

Mi patrón le miraba con odio contenido. Callaba. Los concejales se arremolinaban frente al letrado enemigo. Éste, sin decir palabra, les daba a firmar un papel y, tras ello, les entregaba de un expendedor portátil un ticket rosa con un número impreso.

 Ellos se iban después al furgón y los guardias abrían el portón trasero. Cheques y maletines que iban y venían contra entrega del vale. De los guardias a los munícipes, de estos al bancario y de éste para su oficina. De uno en uno, ordenadamente. Con educación.

-       ¿La última por favor…? –preguntó la concejala de cultura al llegar al furgón.

 

Cabrón, pensé. Se la había jugado bien. Por la cara de nuestro negro estaba claro que se la habían metido. Ya tenían ellos la licencia para su proyecto. Ya podían empezar con la urbanización, las zonas comunes, las calles asfaltadas, las aceras, las cajas de conexiones… y esas cosas necesarias para el confort y deleite de los propietarios.

De no se sabe dónde, de la casa de la juventud parecía, los viejos vecinos iban saliendo y por parejas se iban en busca del abogado parlanchín. Firmaban, tomaban el  numerito y al furgón; de éste a la Caja de Ahorros y al rato salían sonrientes.

Sabía yo que el recibo a firmar era sólo para una parte, en talón nominativo al portador y cruzado, y para la otra con un apretón de manos bastaba. Entre caballeros no hacen falta papeles.

-          ¿El último…?

-          ¡Servidor!

 

Así pues nos fuimos con el pleno en pleno. Excepto Nicasio Cantarranas, concejal de urbanismo y servicios sociales que alegó que tenía a la abuela con anginas y la tenía que llevar al ambulatorio ya mismo y que luego se pasaba si podía y el abogado extranjero parlanchín que declinó la oferta. Le debía de parecer como de pueblo y poco cristiano eso de celebrarlo con un vino español. Alegó una teleconferencia urgente y se piró con los papeles…

Los demás todos, salvo el párroco que ahora tenía que irse a preparar el sermón del domingo. Ellos en sus coches y yo llevando al patrón y a Juanito detrás. Refunfuñaba cuando pasábamos las laderas, urbanizable una y la otra todavía no. ¡Qué palo “pal” jefe! Si no fuera tan bestia me daría hasta algo de pena. Gruñía:

-       Error, doble error. Trescientos millones… Cabronazos…

 

A medio camino, por el retrovisor entre el polvo que levantaba la caravana de coches de gama alta, vi nuestro furgón blindado bajando. Solo. Lento. Virgen e intocado. Diría que triste. De vuelta a Gibraltar, pensé.

 Aspiré hondo y olí: Olía… ¡olía a derrota! 

No hay comentarios:

Publicar un comentario