EL PLENO. Viernes
29 de Agosto, mediodía.
Era el día del patrón. Banderas al
viento en la plaza oblonga de soportales columnados. El consistorio del Valle
del Chipote acogía en su seno al pleno. Fachada estilo neobarroco, abandonado.
Dentro, salón de actos. Atril y bancos siglo dieciocho. Mesa formica para el secretario.
Paredes amarillentas, color tabaco. En la pared, colgados, un Cristo en madera y
un rey enmarcado, velaban por el orden y daban solera al recinto. El resto
desportillado y desconchado.
El alcalde y los miembros de su grupo
independiente, de nombre: “Vecinos, lo importante es el Chipote”, se
encontraban allí. Último viernes del mes de Agosto. A mediodía. Todo estaba acordado
y nada podía salir mal. Se iban a conceder las licencias de obras para ambos
grupos, paso previo para empezar la construcción de las dos macro
urbanizaciones. Bueno, había que pagar las tasas, sellos de instancia y obtener
un informe medioambiental, pero eso era rutina. Habíamos llegado a la hora
fijada y todo eran palmadas en los hombros, risotadas y recelo mutuo.
Don Teodoro a la puerta del edificio, de
traje, mil rayas azul, les iba recibiendo y haciendo pasar. Imaginaba que
dentro, junto a la concejalía, el bedel, el párroco y el secretario, estarían
sentados el jefe y el letrado gibraltareño mister Juanito BastanteBueno.
Por el lado de los contrarios: Don
Abundio, su socio capitalino y su abogado extranjero. Un pleno como dios manda,
pensé.
El resto de las comitivas esperábamos al
otro lado de la plaza de la Constitución. Al poco nos fuimos enfrente, al bar
colmado san Dimas. Era una cuestión de ética y de estética. Lo primero por no
parecer que presionábamos y lo segundo por clase, por estilo.
Y
porque ni cabíamos físicamente ni nos querían ver por allí.
El acto era una formalidad. Al ser
todos, pero todos, los concejales del mismo grupo, no había ni discusión ni
componendas ni gaitas. Ya estaba el “pescao” vendido al peso. Las ayudas al
grupo-partido se entregaban al cabeza de lista y se esperaba de él que en el ejercicio
de su cargo las distribuyera como correspondiera. A mí me tocó llevar varios
maletines al monte, bajo un algarrobo centenario, ya seco.
Teodoro, amante del género negro, había pedido
que para mayor clandestinidad la entrega del soborno se realizara en el “privé”
del Salón Rouses, a medianoche. Y sólo la obstinación y negativa de doña Rosa,
argumentando que el suyo era un establecimiento serio, lo evitaron.
Mil dos chalets por nuestro lado y
novecientos ochenta y siete para nuestros competidores. Locales comerciales,
trasteros y garajes en zonas comunes. En la zona del valle: hotel, campo de
golf, restaurantes, lago seco y otros…
Y todo en un pleno con dos firmas: la
del alcalde y la del concejal de urbanismo.
Me pedí una cerveza y reojé a los contrarios.
Estaban tan tranquilos. Sentados en grupo bebían su café en tazas
desportilladas. Nada podía salir mal. Esperamos.
- Otra por favor –pedí al mesero.
Me estaba agarrando un puntito guapo. Aquello
se alargaba. Me escabullí dejando el botellín sobre la barra para no despertar
sospechas, y me encaminé andando por las calles vacías del pueblo a la parte
trasera del consistorio donde había localizado un ventanuco de ventilación el
cual, una vez encaramado a él, me permitiría si no verlos, sí escuchar las
deliberaciones y subsiguientes resoluciones. Me perdería el lenguaje corporal
pero me valía. Tomé un rodeo, obligado para no pisar la plaza y ser observado
por el ventanal del bar san Dimas, y llegué al muro trasero del consistorio.
Miré alrededor: vacío. Adelante, me animé.
Tras una caída al intentar subir, logré
estabilizar con unos cantos un palé y encaramarme. Ya estaba. Puse la oreja. Escuché
la voz del secretario que decía en ese momento:
- ¿Ehh?..., me parece que está dando las
gracias y no sé que de unas sinergias… Don Abundio ¿es eso no?
- Cipriano, dile que vale, que gracias y que
acabe pronto que tenemos que seguir.
- Sí, ya voy. Ehh…
- Oye, ¿pero tú no decías que hablabas el inglés?
–le respondió el alcalde con tono de voz divertido.
- Sí claro, casi bilingüe. Como un nativo
de allá hispanoamericano. Ya me pongo con ello. Eh… “mister, the end”, que es para hoy y tenemos un horario, un
“jurney yu nou”. –
La voz grave y engolada del abogado del
grupo de los Otros le respondió con una parrafada larga e incomprensible en
inglés. El secretario, leyendo un papel, dijo:
- Creo que lo que dice es que…, ehh, los recursos naturales son, o deben ser mejor
dicho, de la humanidad en su conjunto; y que, e este…, la soberanía nacional y eso
deben dejar paso a las necesidades globales…. A ellos vamos, para ellos…
- Dile a todo que sí, que lo que quieran, pero
que acabe, que se nos hace tarde. Que nos falta ver lo de la segunda –respondió
el alcalde.
- Oye Teo que te repites. Ya le he dicho
tres veces que pare y ni puto caso…, ten cuidado, ¡a ver si se van a pensar que
somos racistas! -replicó Cipriano airado.
- Eso nunca. Vecinos por Chipote es
multicultural –retrocedió Teodoro-. A ver, esto…, dile que aunque sea negro no
tenemos nada contra él. Ni contra Ricardito. Que se les ve muy instruidos y con
posibles. Que largue lo que le plazca, faltaría más.
Y le hizo una inclinación de cabeza
mientras le dedicaba una sonrisa porcina. Para rematar, don Dimas el cura intervino
sin pedírselo y dijo como recogido en si mismo:
- Todos somos hijos de Dios, Cipri, todos.
Permítele perorar en conciencia… Recordemos ahora juntos el milagro de los
panes y los peces…
Ante esas palabras, el alcalde, los
rivales y la mayoría del respetable bajaron la cabeza y meditaron en falso. Mi
patrón no sabía qué hacer. Aquello era muy raro, muy muy raro. Al alcalde, en
el ejercicio de su cargo, no le tosía nadie y menos Cipriano, primo hermano por
ambas ramas. ¿Y la parrafada del cura? ¿De qué iba su defensa de las minorías y
su petición de reflexión? Me parecía cuanto menos extemporáneo, sin venir a
cuento y lindando lo chabacano
Miré la hora y gracias a que tengo dos
manos evité una segunda caída. Era casi la una y todo tenía que haber terminado
ya. Un ladrillo se ladeó y el palé cedió. Esta vez sí me caí. La luz se hizo en
mi cerebro al recordar las palabras del alcalde: “falta la segunda”, ergo la
primera ya estaba.
Aquello apestaba: a tabaco y a complot. Recordé
la insistencia de los otros los días pasados durante la definición de la agenda
y su empeño en separar los dos proyectos y la concesión de las licencias en dos
actas municipales distintas. Y a ellos primero por lo de la A, de Abundio. Y el
patrón, abobado, diciendo a todo que sí. ¡Qué error, que inmenso error!, pensé
mientras me levantaba.
Rehíce el soporte de ladrillos del palé
y volví a encaramarme. Se la iban a colar al patrón. El letrado inglés del
grupo de los rivales largaba y largaba y las dificultades de traducción de
Cipriano lo alargaban y alargaban. Teodoro y el párroco don Dimas se traían
algo entre manos con los Otros. Estaba claro.
La hora de la comida, pensé, me daba que
allí estaba el truco: en el horario. Sabía que se había reservado mesa para comer
a las dos en el Rouses, detalle para celebrar la cosa. Las tortillas de patatas
de la Avelina no tenían rival en la sierra y la posibilidad de un postre
caliente creaba una oferta que no se podía rechazar. Ése era su plan, lograr su
licencia y posponer la nuestra. Tuve que reconocer que era ingenioso,
irrefutable y costumbrista.
- Agosto, jornada de verano, cerramos a la
una. Señor secretario…, anote usted en el registro que este punto se traslada
al próximo…
Y como los plenos se celebran sólo los últimos
viernes de cada mes nos iban a sacar ventaja en la construcción. Mejor me
volvía al bar que se me calentaba la cerveza…
A la vuelta, circunvalando la plaza por
mor de la discreción, me crucé con dos furgones, blindados, verde uno y negro
el otro, que lentos y pesados subían la cuesta camino de la plaza. Los seguí con
la mirada y aparcaron junto a la sucursal de la Caja Rural Costa Cálida, en plena
plaza. Esos son los del dinero, los de la condición suspensiva, me dije.
Me desabroché la bragueta y entré por la
puerta trasera del local. Subiéndomela con las manos me senté en el taburete. Algunos
miraron comprensivos. Deseché la cerveza caliente y pedí otra cosa:
- Dimas, ponme un seven up con ginebra MG…
La espera. Meditaba y bebía. La atención
general del público del bar era para los furgones aparcados a la puerta del
ayuntamiento. Guardias a ambos lados y el director de la sucursal de la Caja paseando
inquieto alrededor. Pasaron los minutos. Las campanas sonaron: las dos. Por el
cristal sucio de la ventana vimos que ya empezaban a salir del consistorio los reunidos. Un encorbatado
dejó unos billetes en la barra y salieron. Miré a ver si me podía apropiar de
las vueltas pero el mesero se los había metido en el refajo.
A la calle. Sol de verdad, luz para
aburrir. Cuarenta y dos grados a la sombra. Salían por grupos. Primero los
enemigos: llevaban en las manos unos papeles; imaginé que serían las licencias,
firmadas y calentitas. Hablaban entre ellos. Don Abundio se fue al furgón, a hablar con el bancario.
Al poco salieron el patrón y el abogado
negro de sus socios de la Real State Inmobiliaria Lima Limón, mister Juanito el
Bastante-Bueno, acompañados del alcalde y el cura.
- ¡Qué gran día! ¡Para el pueblo, para la región,
para nosotros, para todos! -decía don Teodoro pletórico levantando los brazos
al aire-. ¡Qué calor! No…
- Esto hay que celebrarlo. Venga, un “cotel”
de vino español –dijo el jefe de la tribu rival-. Vámonos al Rouses, ¿venís? –
El cura miró para otro lado y murmuró:
- Tengo que oficiar el ángelus, son las doce
solar y toca. En el cielo no tenemos horario de verano…
- Oye Abundio, ¿no será un poco pronto? –dijo don Teodoro.
- Quita, quita, si está todo organizado.
Llamo yo y nos abren. Ya verás que tortilla de patatas, las mejores de la
sierra. Mejor que no se enfríen, que pierden mucho –insistía y apremiaba don
Abundio.
Mi patrón le miraba con odio contenido.
Callaba. Los concejales se arremolinaban frente al letrado enemigo. Éste, sin
decir palabra, les daba a firmar un papel y, tras ello, les entregaba de un
expendedor portátil un ticket rosa con un número impreso.
Ellos se iban después al furgón y los guardias
abrían el portón trasero. Cheques y maletines que iban y venían contra entrega
del vale. De los guardias a los munícipes, de estos al bancario y de éste para
su oficina. De uno en uno, ordenadamente. Con educación.
- ¿La última por favor…? –preguntó la
concejala de cultura al llegar al furgón.
Cabrón, pensé. Se la había jugado bien. Por
la cara de nuestro negro estaba claro que se la habían metido. Ya tenían ellos la
licencia para su proyecto. Ya podían empezar con la urbanización, las zonas
comunes, las calles asfaltadas, las aceras, las cajas de conexiones… y esas
cosas necesarias para el confort y deleite de los propietarios.
De no se sabe dónde, de la casa de la
juventud parecía, los viejos vecinos iban saliendo y por parejas se iban en
busca del abogado parlanchín. Firmaban, tomaban el numerito y al furgón; de éste a la Caja de
Ahorros y al rato salían sonrientes.
Sabía yo que el recibo a firmar era sólo
para una parte, en talón nominativo al portador y cruzado, y para la otra con
un apretón de manos bastaba. Entre caballeros no hacen falta papeles.
-
¿El
último…?
-
¡Servidor!
Así pues nos fuimos con el pleno en
pleno. Excepto Nicasio Cantarranas, concejal de urbanismo y servicios sociales
que alegó que tenía a la abuela con anginas y la tenía que llevar al
ambulatorio ya mismo y que luego se pasaba si podía y el abogado extranjero
parlanchín que declinó la oferta. Le debía de parecer como de pueblo y poco
cristiano eso de celebrarlo con un vino español. Alegó una teleconferencia
urgente y se piró con los papeles…
Los demás todos, salvo el párroco que ahora
tenía que irse a preparar el sermón del domingo. Ellos en sus coches y yo
llevando al patrón y a Juanito detrás. Refunfuñaba cuando pasábamos las
laderas, urbanizable una y la otra todavía no. ¡Qué palo “pal” jefe! Si no
fuera tan bestia me daría hasta algo de pena. Gruñía:
- Error, doble error. Trescientos millones…
Cabronazos…
A medio camino, por el retrovisor entre
el polvo que levantaba la caravana de coches de gama alta, vi nuestro furgón
blindado bajando. Solo. Lento. Virgen e intocado. Diría que triste. De vuelta a
Gibraltar, pensé.
Aspiré
hondo y olí: Olía… ¡olía a derrota!
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